Juan Pérez-Villamil
Una luz a la sombra de Jovellanos
Inmaculada Urzainqui
Si la figura de Jovellanos, en su vida y en
su obra, se reconoce lo mejor de la aportación asturiana a la Ilustración
española, no es menos cierto que a su lado hubo otras vidas y otras obras que,
aunque menos relevantes, tuvieron también una notable proyección en la sociedad
y en la cultura de la época, por más que la historiografía del Siglo de las
Luces los haya relegado a una borrosa zona de semipenumbra. La de Juan Pérez-Villamil, amigo de Jovino y coincidente con él en no pocos
planteamientos y actitudes vitales, es una de ellas. Por eso, en el marco de este
año de celebraciones jovellanistas, resulta particularmente grato acercarse a
su figura, ahora desde el prisma nuevo de observación que nos ofrecen Jesús Mella y Julio Antonio Vaquero, y asistir al reconocimiento que ellos le han
ganado desvelando una faceta apenas conocida de su trayectoria intelectual.
Juan
Pérez-Villamil y Paredes (1754-1824) no es ciertamente, un desconocido en la
bibliografía asturianista. Lo fundamental de su vida y obra está en Toreno, Fuertes Acevedo, Canella,
Constantino Suárez y en la más
reciente monografía de Señas Encinas
publicada en el Boletín del IDEA de
1954. Sin embargo, la parte del león se la ha llevado su participación en la
agitada vida política de las décadas iniciales del siglo XIX, quedando
oscurecidos o apenas esbozados otros muchos aspectos de sus años anteriores.
El gran libro sobre “este preclaro asturiano”,
como lo distinguió Fuertes Acevedo, todavía está por escribir, aunque el que
ahora comentamos supones una importante aportación en la búsqueda de ese
personaje total que la historia de Asturias está exigiendo.
Su personalidad, como la de otros muchos a
los que tocó vivir en aquellos cruciales años de liquidación del Antiguo
Régimen, ofrece una faceta de luz y otra de tinieblas, por lo que tuvo de
abandono de posiciones reformistas para acabar anidando en el oscuro árbol de
la reacción fernandina. Nacido en Puerto de Vega, en el concejo de Navia, su
vida fue básicamente la de un hombre de leyes vocacional, riguroso y
concienzudo en su trabajo, de amplia formación intelectual, abierto a todas las
inquietudes sociales del momento, y comprometido en el programa
regeneracionista de la Ilustración, aunque luego los sucesos posteriores al
levantamiento contra los franceses y la quiebra del orden tradicional le
condujeron hacia posiciones conservadoras muy distantes de las de su
trayectoria anterior.
Fue también
-y podemos conocerlo ahora a través de esta cuidada edición de su Historia civil de la Isla de Mallorca,
que redactó estando en la isla como fiscal de la Real Audiencia
(1787-1796)- un notable historiador
encuadrado en los cánones más estrictos del mejor criticismo historiográfico
del siglo XVIII, aunque, lamentablemente, dejara inacabada esta obra.
Estrechamente vinculado a Jovellanos y Campomanes (extremo este último que el estudio preliminar aclara
con datos fehacientes), no sólo coincidió con ellos en haber pasado buena parte
de su existencia fuera del principado, sino en muchas de sus actitudes y
convicciones. Los tres pertenecieron a aquella casta de magistrados
comprometidos con un tiempo, de saberes múltiples, excelentes conocedores del Derecho,
y, sobre todo, profundamente apasionados por la Historia. Y no por simple
prurito de erudición. Los tres sabían, como lo sabían Andrés Burriel, Antonio de Capmany, Juan Pablo Forner, Rafael de Floranes, Manuel Risco, etcétera, que la Historia
era, ante todo, un conocimiento útil,
que podía y debía ser la mejor de las atalayas para comprender la realidad, y
sobre manera, para avistar las soluciones cara al futuro; que el derecho, como
la política y como la ciencia, si querían avanzar, debían reconocerse en su
pasado. En suma, que el progreso debía descansar inexcusablemente en el
conocimiento histórico. Un conocimiento múltiple, civil, centrado en la vida total del hombre y no sólo en los hechos
relevantes de monarcas y grandes señores; que atendiera a las leyes y las
costumbres, a la organización social y a la Administración pública, al comercio
y a la economía, a las ciencias y a la literatura, a las “glorias” y a las
“miserias”.
Realidad humana
Así
fue como planteó Villamil su Historia
civil de la Isla de Mallorca: como instrumento de análisis de la realidad
humana en la que le tocó vivir y como un saber necesario para ejercer con
eficacia sus tareas de gobierno. Y aunque no pasase de eso, de un proyecto del
que apenas culminó una pequeña parte, es ya de suyo una lección de historia.
Por lo que quiso ser, y por los interesantes materiales y noticias que reunió
para formarla, rescatados con rigor y paciencia considerables de diversos
archivos mallorquines.
El
texto que ahora se publica es el del manuscrito original, que perteneció al
conocido bibliógrafo Pascual de Gayangos,
hoy en la Biblioteca Nacional, y del que ya había dado cumplida noticia Francisco Aguilar Piñal en su monumental Bibliografía
española del siglo XVIII. Ignorado o confundido por la bibliografía
asturiana, los editores lo publican con un magnífico estudio preliminar,
modernizando en parte la ortografía, y con precisas notas al texto, que
permiten calibrar mejor las singulares aportaciones de este asturiano
trasplantado a la isla balear.
No
es, sin embargo, esta edición un estudio analítico sin más de su faceta
historiográfica. Como suele ocurrir en investigaciones penetradas de rigor y
honradez intelectuales, el título, contenido en los márgenes del objetivo
prioritario de la investigación, se queda corto con respecto a la rica
información que contiene. De hecho, es una magnífica semblanza de todo el
hombre, que emerge de ella con los perfiles más interesantes de su proteica
trayectoria humana e intelectual, algunos desvelados ahora por primera vez
gracias a documentación de primera mano procedente de los archivos
mallorquines, a la que se ha incorporado la bibliografía más solvente y
actualizada.
El
estudio preliminar permite seguir paso a paso todo el arco de su existencia,
completando y corrigiendo lo que hasta ahora se sabía de ella. Tras graduarse
en Leyes y Cánones por la Universidad de Oviedo y realizar cuatro años de
práctica forense que establecía la ley con Felipe
Ignacio Canga Argüelles (1741-1798), a la sazón abogado de la Audiencia y
catedrático de Prima en la Universidad, Pérez-Villamil marchó a Madrid para
ejercer la abogacía, que hizo compatible con una intensa participación en la
vida intelectual de la época. De esos años son sus primeros escritos sobre
Jurisprudencia e Historia, que le llevaron a formar parte de la Real Academia
de Derecho Patrio y de la Sociedad Matritense de Amigos del País, de la que fue
miembro destacado. Él formó parte de la Junta Particular de Agricultura que se
constituyó, bajo la dirección de Jovellanos,
para elaborar el general Informe… en el
expediente de Ley Agraria, encargado por el Consejo de Castilla, para el
que reunió una gran cantidad de datos e informaciones. Con Jovellanos trabajó también, como ya desveló Lucienne Domergue en su magistral trabajo sobre Jovellanos à la Société Économique des Amis
du Pays de Madrid (1971), su decisiva participación en el proyecto,
finalmente fallido, de poner en marcha una publicación periódica de información
económica para cooperar en el desarrollo del país.
Después
de doce años en la Corte cambió el foro por la magistratura, tras ser nombrado
fiscal de la Audiencia de Mallorca, un puesto nada fácil por las tensiones que
por entonces vivía la isla por las pretensiones reivindicativas de igualdad
legal de los chuetas (descendientes de los judíos, que venían arrastrando una
penosa situación de marginación y segregación social) y por el ambiente bélico
que se respiraba todavía tras la guerra contra Inglaterra. Cabe suponer, como
señalan los autores, que a tal destino le condujera su probado conocimiento del
conflictivo asunto, al haberse encargado de la defensa de la Ciudad, Cabildo y
Universidad de Palma frente a las pretensiones de los chuetas, adoptando una
postura de medido equilibrio y sabia
estrategia para hacer posible, sin rupturas traumáticas, la adquisición de sus
derechos ancestralmente negados.
Su
estancia en la isla, en plena madurez, estuvo marcada por una intensa
dedicación a su labor profesional y el empeño, no menos intenso, por resolver
sus problemas más acuciantes, poniendo en todo ello sus mejores energías.
Como
había hecho ya José Antonio Mon y
Velarde, nombrado oidor de la Audiencia de Mallorca en 1777, puesto en el
que permanecería hasta 1786, y como haría algunos años después Jovellanos en su confinamiento, no
quiso quedarse al margen del entorno que le acogía; antes bien, se interesó
vivamente por él, aunando sus fuerzas a la obra reformadora de los ilustrados
mallorquines.
La
investigación de Mella y Vaquero se centra justamente en esos
años isleños que encuadraron su labor historiográfica, vertebrados en torno a
sus actuaciones como fiscal, en sus trabajos en la Sociedad Económica
Mallorquina de Amigos del País, de la que na da más llegar quiso formar parte
como miembro activo, al igual que hiciera antes su paisano Mon y, obviamente, en su investigación histórica. En la Sociedad
Mallorquina intervino en las comisiones de educación, agricultura e industria.
En materia educativa una de sus actuaciones más importantes fue la de conseguir
la reapertura de la Escuela de Dibujo, medular para el desarrollo artesanal de
la isla, y que por falta de medios había dejado de funcionar desde hacía
tiempo.
También
logró poner en marcha una Academia Médico-Práctica para promocionar el estudio
experimental de la Medicina. Por lo que respecta a la agricultura, intervino
directamente en el establecimiento de unas Ordenanzas
para la explotación de los montes y arbolado de la isla, mostrándose, como buen
ilustrado, firme promotor del desarrollo forestal y contrario a las talas
indiscriminadas. Y, en cuanto a la comisión de industria, su labor más
destacada se orientó, siguiendo los planteamientos insistentemente expuestos
por Campomanes, hacia la reforma de
las reaccionarias ordenanzas gremiales que detenían, por su corporativismo
cerrado, el proceso productivo. Comisionado por la Sociedad Mallorquina, fue el
encargado de pronunciar el 19 de marzo de 1789 el Elogio de Carlos III a raíz del fallecimiento del monarca. Como
fruto y culminación de estas tareas fue elegido por mayoría absoluta Director
segundo de la misma, cargo en el que también le había precedido Mon entre 1780y 1784.
Los años posteriores
Cesado
en el cargo en 1797, volvió a la Corte, donde recibió el nombramiento de
Alcalde de Casa y Corte y el encargo del Consejo de Castilla, a través de Jovellanos, de realizar una nueva
edición de la Recopilación. Nombrado
al año siguiente Regente de la audiencia de Asturias, no llegó a ocupar el
cargo, pues inmediatamente recibió el de Fiscal togado del Consejo supremo de
Guerra, magistratura que ejerció hasta 1807, en que pasó a Auditor general del
Consejo del Almirantazgo. En esta nueva etapa madrileña reanudó, como era de
esperar, su activa participación en los medios intelectuales de la capital, que
le valió toda suerte de reconocimiento y honores. En 1803 fue elegido socio de
honor de la Real Academia de la Historia y, a renglón seguido, supernumerario,
en razón a los trabajos históricos desarrollados en Palma de Mallorca, llegando
a ser elegido Director de la misma a finales de 1807. En 1804 fue elegido
miembro honorario de la Real Academia Española, de la que pasó a ser académico
de número en 1814, año en que también fue elegido académico de San Fernando.
Su
figura cobró particular relieve político por el destacado papel en los sucesos
de 1808, en los que optó decididamente por la actuación antinapoleónica. En su
haber está la redacción, el 2 de mayo de 1808, del conocido bando del alcalde
de Móstoles animando al levantamiento contra los franceses. Durante los
cruciales meses siguientes participó activamente en la reorganización del
Estado para hacer frente a los franceses, hasta que, el 22 de mayo de 1809, fue
arrestado y junto con otros siete individuos más fueron trasladados a Bayona
(Francia), y de allí confinados en Orthez (Francia). Obtenida la libertad en
1811, regresó a España, a Cádiz, para continuar más directamente la lucha
contra los franceses, siendo nombrado miembro del consejo de Regencia
instituido por las Cortes.
Evolución
En
los años siguientes, y a medida que iba haciéndose más abierta la ruptura con
el pasado estamental, experimentó, al igual que Mon y Velarde y otros muchos, la profunda evolución ideológica que
dejan ver sus actuaciones como Regente del Reino, cargo para el que fue
nombrado en 1812 y en el que se mostró
-como ya puso de manifiesto el conde de Toreno- inequívocamente antirreformista,
convirtiéndose en unos de los principales dirigentes de la facción realista.
Mella y Vaquero no han querido
dejar en la penumbra estos rasgos oscuros de su ejecutoria políticas, y, en
apretado resumen, destacan los hotos fundamentales de su intensa participación
en la vida política de esos años. Al regreso de Fernando VII a España en 1814, fue uno de los políticos que más
trabajaron en la restauración del orden absolutista. Él fue, con Miguel de Lardizábal, el redactor del decreto de 4 de mayo de 1814 por el que
se abolía el orden constitucional establecido en Cádiz, anulándose toda la obra
transformadora de las Cortes constitucionales. Nombrado por Fernando VII
miembro del restaurado Consejo de Estado, fue ministro interino de Hacienda entre
noviembre de 1814 y febrero de 1815. Durante el llamado Trienio constitucional
estuvo confinado en Plasencia y Móstoles. Luego, rehabilitado. Fue repuesto en
su cargo de consejero de Estado, y en enero de 1824 designado presidente de la Junta
de Fomento de la Riqueza del Reino, falleciendo muy poco después, a la edad de
sesenta y nueve años.
Poco
tuvo que ver, pues, su final con el del general Riego, cuya atractiva personalidad hemos recordado recientemente en
el homenaje institucional y cultural que el Principado ha otorgado a su
persona. La vida y los hombres han sido así, y la Historia no puede ni debe
cambiarlos. Pero sí le compete, como han hecho Jesús Mella y Julio Vaquero,
reconstruir e interpretar sus facetas ignoradas o, cuando menos, poco conocidas.
Con
su edición prologada y anotada de la Historia civil de la isla de Mallorca
(Ajuntament de Palma, 1993), la persona y la obra de Pérez-Villamil llega hoy a
los asturianos con perfiles mucho más nítidos y acabados que lo estaban antes
de ella. Para los mallorquines, significa recuperar un texto fundamental de su
historiografía.
© Todos los derechos reservados
Publicado en el suplemento Cultura nº 261 (pp. I-II) del diario La Nueva España (Oviedo, 14 mayo de
1994)
Historia civil de la isla de Mallorca
Juan
Pérez-Villamil
Estudio preliminar,
edición y notas de Jesús Mella Pérez y Julio Antonio Vaquero Iglesias
Ajuntament de Palma
(IMAGEN/70)
Palma de Mallorca
(España), 1993
269 pp.
ISBN: 8487159745
A la
memoria de Don Lorenzo Pérez Martínez
ÍNDICE
I.- ESTUDIO PRELIMINAR
- La Historia civil de la isla de Mallorca de
Villamil
- Noticia biobibliográfica del autor
- La Historia civil
de la isla de Mallorca y la historiografía ilustrada
- Contenido y método historiográfico de la Historia civil de la isla de Mallorca
- Pérez-Villamil y la historia de Mallorca
- Nuestra edición
- Juan Pérez-Villamil y
el reformismo ilustrado mallorquín
- Juan Pérez-Villamil en la Sociedad Económica Mallorquina de Amigos del País
- La actuación de Pérez Villamil como fiscal de la
Audiencia
- Juan Pérez-Villamil y
el problema chueta
II.- HISTORIA CIVIL DE LA ISLA DE MALLORCA
[La escribía para el uso de sus amigos, i
suyo propio Don Juan Pérez Villamil, Fiscal de la R(ea)l Audiencia de la Isla]
- Preliminar
- Apéndice de documentos
- Leyes Palatinas (de Jaime III) y notas para su ilustración
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