sábado, 21 de julio de 2012

Juan Pérez-Villamil y Paredes, Disertación sobre la libre multitud de abogados (1783). [RESEÑA]


LIBROS *
Juan Pérez-Villamil y Paredes, Disertación sobre la libre multitud de abogados (1783), edición y prólogo de Servando F. Méndez y Jesús Mella, Ayuntamiento de Navia / KRK Ediciones, Oviedo, 2004, 112 y 155 pp.

Rafael Anes y Álvarez de Castrillón

El 1 de mayo de 2004 se han cumplido 250 años del nacimiento, en Puerto de Vega (Navia), de Juan Pérez-Villamil y Paredes. Con motivo de ese aniversario ha sido recordado quien fue abogado en ejercicio, fiscal de la audiencia de Mallorca, director de la Real Academia de la Historia, regente del Reino y ministro de hacienda, por citar sólo a lo que resulta más de su biografía, pero al que se le conoce, sobre todo, por el bando que el 2 de mayo de 1808 han dado en Móstoles los alcaldes Andrés Torrejón y Simón Hernández.

Para recordar al natural de Puerto de Vega, el Ayuntamiento de Navia y el Real Instituto de Estudios Asturianos, con la colaboración de la Fundación Amigos de la Historia, han organizado las Iª Jornadas de Historia, con el título “Juan Pérez-Villamil y su tiempo”, entre el 22 y el 24 de julio. En ellas se trató acerca de las diferentes facetas del personaje, después de situarlo en su tierra y en su tiempo. Las jornadas han tenido un acto previo de presentación, en Oviedo el 3 de junio, con la intervención del Alcalde de Navia y el Director del Real Instituto de Estudios Asturianos, y conferencia de Miguel Artola, con el título “La España de Pérez-Villamil”.
Antes de que se celebrase ese seminario apareció, en edición facsimilar, la obra de Pérez-Villamil, Disertación sobre la libre multitud de abogados, que, como reza la portada, la leyó en la Real Academia de Derecho patrio de Nuestra Señora del Carmen el 16 de octubre de 1782 y, como señala el autor en la página 106, “la Real de Santa Bárbara ha hecho lo mismo en el de sus exercicios de este año 1783”. Dedicó Pérez-Villamil la Disertación a Pedro Rodríguez Campomanes, conde de Campomanes, como muestra de agradecimiento, ya que, señala, le debe sus “adelantamientos”. Añade de Campomanes, que “puede promover más inmediatamente cualquier pensamiento útil, y por su gran juicio puede rectificar los que contiene esta disertación”.
Han sacado del olvido este valioso trabajo Servando Fernández Méndez y Jesús Mella Pérez, autores de un extenso y profundo estudio preliminar. En él, además de presentar y analizar la obra, incluyen una, también extensa, biografía del autor, que es tanto más importante cuanto se desconocía de él. Esta biografía amplía lo que, entre otros, han escrito “Españolito”, Fermín Canella, Fernando Señas Encinas y Jesús Mella Pérez y Julio Antonio Vaquero Iglesias en el estudio preliminar a la Historia civil de la isla de Mallorca.
Vista muy antigua del Puerto de Vega

La Disertación, trata, como real el título, de la “libre multitud de abogados”, de “si es útil al Estado” esa multitud o si, por el contrario, es “conveniente reducir el número de estos profesores”, y, en este caso, “con que medios y oportunas providencias capaces de conseguir su cumplimiento se tenía que contar. Se debe tener en cuenta que si regulaba el número de abogados por medio de una ley, sería la primera dada sobre el asunto.
Compara Pérez-Villamil las últimas listas de abogados del Colegio de Madrid y constata lo mucho que ha aumentado su número en los veinte años anteriores. El número de 384 abogados que tiene la penúltima lista impresa, lo considera muy alto y perjudicial, tanto para la administración pública como para los propios profesionales y llega a decir: “¡Que lastimoso es ver una profesión tan noble entre las manos de muchos que la tratan como una vil ramera!”. Sin duda, con selección mejoraría el nivel de los profesionales y, también, el de sus ingresos, lo que a su vez contribuiría a lo primero. Consideran los editores de este trabajo de Pérez-Villamil, que en sus alegatos a favor de la conveniencia de la reducción del número de abogados en ejercicio, para ajustarlo a lo que la sociedad necesitaba, esgrime el autor unos argumentos que concuerdan con los planteamientos dirigistas de la política ilustrada en relación a otras funciones, como Campomanes sostenía, por ejemplo, respecto a los Notarios del Reino o Escribanos Reales, aunque tal vez no puedan considerarse actividades equiparables la de los abogados y la de los notarios.
Interés grande tiene este trabajo, que ha de ser, sin duda, objeto de reflexiones y análisis, por lo que hay que agradecer a Servando Fernández Méndez y a Jesús Mella Pérez su edición como recuerdo y homenaje a Juan Pérez-Villamil y Paredes. También hay que agradecerles el extenso y documentado estudio introductorio, que no sólo disecciona la obra que se publica, sino que, también, ofrece una amplia y bien trazada biografía personal y profesional del autor. Agradecimiento igualmente al Ayuntamiento de Navia por haber promovido la edición del trabajo.
*Boletín de Letras del Real Instituto de Estudios Asturianos, nº 164 (Año LVIII, OVIEDO, julio-diciembre 2004); pp. 271-272
 © Todos los derechos reservados
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Texto íntegro de la Disertación a través de:                              
http://bdh.bne.es/bnesearch/
 
 
 
 
 
 
 
 
 

viernes, 20 de julio de 2012

La independencia americana según la historiografía liberal española del siglo XIX (1833-1868) *

Julio Antonio Vaquero Iglesias
Jesús Mella
Introducción.
El contenido de esta comunicación forma parte de un proyecto de investigación más amplio en el que actualmente estamos trabajando y cuyo objeto es analizar el tratamiento que la historiografía decimonónica española realizó del proceso de independencia de las colonias americanas.
La limitación de espacio que nos impone esta forma de presentación del trabajo científico nos ha obligado a acotar el análisis no sólo desde el punto de vista cronológico, circunscribiéndolo exclusivamente a la etapa del reinado de Isabel II, sino también reduciendo el campo de análisis, dentro del conjunto de la producción historiográfica, a las historias generales y particulares  -es decir, referidas al periodo contemporáneo-  de tendencia liberal que mayor difusión tuvieron en dicha etapa.
Como vamos a comprobar en el desarrollo de este trabajo, en líneas generales el análisis del proceso de independencia en la América continental española que realizó la historiografía liberal del periodo isabelino estuvo condicionado por la proyección que sobre tales acontecimientos hicieron esos historiadores de su visión ideológica del pasado. Por tanto, la recreación de ese proceso fue en gran medida la interpretación interesada que las diferentes fracciones de la clase de la que procedían hacían del mismo, en relación con sus problemas del presente. De ahí, que en esta comunicación hagamos referencia en primer lugar a cómo afectó esa mediación ideológica al tratamiento del proceso independentista, para realizar después un análisis concreto de los datos e interpretaciones que sobre el tema recogen las principales historias generales y particulares del periodo, escritas por autores de todas las tendencias del campo liberal.

I.- Independencia americana y función ideológica de la historiografía liberal isabelina.
La revolución burguesa española culminó en el periodo isabelino la tarea de establecer el estado nacional, y su legitimación exigió el desarrollo de una historiografía que recrease el pasado español, construyendo una biografía a la medida del recién instaurado estado, con el objetivo de estimular el orgullo de los ciudadanos por su pertenencia al mismo y contribuir a consolidar su identidad.
En ese contexto nacionalista el tema colonial adquirió un importancia primordial. La acción colonial no pudo dejar de verse como la expresión exterior de la identidad nacional y considerarse, a la vez, como un elemento básico del poder económico y político de la nación dentro del concierto internacional. Por lo que se entendió que uno de los factores más decisivos en la posición secundaria de España a nivel internacional era no sólo el poseer un dominio colonial poco extenso y muy fragmentado, sino también de carecer de influencia y no mantener apenas relaciones con los países que habían formado parte de su inmenso pasado colonial en el continente americano.
Caricatura de Isabel II publicada en Vanity Fair (1869)
en el aniversario de su expulsión del trono.
Por tanto, en esa tarea que realiza la historiografía liberal de la etapa isabelina de reconstruir el pasado desde la óptica nacional, el asunto de la pérdida de las colonias  -y el tema colonial en general-  es de la mayor importancia. Desde ese nacionalismo historiográfico liberal es necesario justificar la independencia de las colonias, en la que está el origen de la postración internacional de España, traspasando esa responsabilidad histórica al despotismo absolutista, a la vez que se hace necesario defender la colonización española para reforzar la identidad nacional y para que no se resienta el orgullo patrio ante las feroces críticas que aquélla recibe por parte de los autores extranjeros. 
Pero también, el tratamiento que la historiografía liberal da al tema colonial está influenciado por la ideologización partidista que caracteriza en esta etapa la práctica del trabajo historiográfico[1]. Dentro del campo liberal no existe unanimidad sobre el modelo político y social que debe adoptar el nuevo estado, y los historiadores tamizan igualmente su interpretación del pasado nacional con el filtro de su visión partidista, con la finalidad de justificar y legitimar el proyecto político que defienden. Lo que se traduce, por consiguiente, en diferentes interpretaciones de determinados acontecimientos de la independencia americana entre la historiografía liberal moderada y la progresista-democrática.
En consecuencia, con ese planteamiento partidista, la visión del pasado colonial y del proceso de independencia debe ser coherente, legitimar las actitudes políticas que los diferentes sectores  liberales de la etapa isabelina adoptan respecto a cuáles deben ser las relaciones que España debe mantener con los estados surgidos de la descolonización de la América hispana.
Se considera, por parte de los diferentes grupos políticos liberales, que la renovación de nuestras relaciones con dichos estados es una de las posibilidades que España tiene para salir de su posición secundaria en la escena internacional. Los vinculados a los moderados  -siguiendo en esto a los tradicionalistas-  entienden esa relación como una restauración del dominio español en el continente americano por la vía de la monarquización; otros sectores de la burguesía comercial española, con intereses económicos en esos estados y ligados al liberalismo radical,  mantienen una postura de estrechamiento de los lazos con las nuevas repúblicas hispanoamericanas que pasa por su reconocimiento y aceptación formal.[2]

II.- Colonización y nacionalismo historiográfico.
En el contexto del estudio del proceso de independencia de las colonias españolas del continente americano, la mayoría de las historias generales y particulares que hemos analizado incluyen valoraciones y balances acerca de la obra colonial española. Y desde la perspectiva del nacionalismo historiográfico en que se mueven los autores, buscando apuntalar la identidad y el prestigio nacionales, la actitud generalizada de los historiadores liberales del periodo isabelino es la de considerar la acción española en América, durante la etapa colonial, como altamente positiva, rechazando las descalificaciones y ataques que numerosos autores americanos por esos años están lanzando contra el pasado colonial español[3]. Aunque se reconozcan los errores e injusticias que los españoles cometieron durante el periodo colonial, se terminan por justificar con unos y otros argumentos, llegando a la conclusión de que el balance final fue beneficioso no sólo para los americanos, sino incluso para el conjunto de la civilización.
En la conocida Historia del Levantamiento, Guerra y Revolución de España (1835), el conde de Toreno desarrolla un balance pormenorizado de la etapa colonial.
Según el historiador y político asturiano, la visión negativa que de la colonización española dan los historiadores extranjeros es no sólo injusta, sino, además, desproporcionada por no partir del principio de la evidente superioridad de la civilización europea frente a la indígena:
“En nada han sido los extranjeros  -dice el prócer asturiano-  tan injustos ni desvariado tanto como en lo que han escrito acerca de la dominación española en las regiones de ultramar. A darles crédito no parecería sino que los excelsos y claros varones que descubrieron y sojuzgaron la América, habían solo plantado allí el pendón de Castilla para devastar la tierra y yermar campos, ricos antes y florecientes; como si el estado de atraso de aquellos pueblos hubiese permitido civilización muy avanzada”.[4]  
Los excesos cometidos por los españoles los justificaba Toreno como algo connatural a toda conquista, y el que se hubiesen trasplantado a la colonia las instituciones del aparato absolutista lo considera como natural, puesto que tal sistema era el que estaba establecido en España y en la mayor parte de Europa. Por tanto, justificados tales aspectos, la colonización española en América se saldó con un balance claramente positivo para los pueblos conquistados:
“[…] Los españoles  -dice Toreno-  cometieron, es verdad, excesos grandes, reprensibles, pero excesos que casi siempre acompañan a las conquistas, y que no sobrepujaron a los que hemos visto consumarse en nuestros días por los soldados de naciones que se precian de muy cultas.
Mas al lado de tales males no olvidaron los españoles trasladar allende el mar los establecimientos políticos, civiles y literarios de su patria, procurando así pulir y mejorar las costumbres y el estado social de los pueblos indianos. Y no se oponga que entre dichos establecimientos los había que eran perjudiciales y ominosos. Culpa era esa de las opiniones entonces de España y de casi toda Europa;  no hubo pensamientos torcidos de los conquistadores, los cuales presumían obrar rectamente, llevando a los países recién adquiridos todo cuanto en su entender constituía la grandeza de la metrópoli”.[5]
Un planteamiento similar se recoge en la obra de otro político asturiano que tuvo una actuación destacada en las Cortes de Cádiz. Agustín Argüelles en el Examen histórico de la reforma constitucional que hicieron las Cortes Generales y Extraordinarias desde que se instalaron en la Isla de León el día 24 de setiembre de 1810, hasta que cerraron en Cádiz sus sesiones en 14 del propio mes de 1813 (1835), desde un planteamiento liberal más avanzado que el de Toreno y con el fin claro de justificar la política americana de las Cortes gaditanas, defiende, del mismo modo, la acción colonial española.
Considera que los males padecidos por las colonias no fueron sino también los males de la metrópoli, al ser regidas ambas por un régimen absoluto, pero que no hubo, como pretendieron los españoles americanos para justificar su independencia, un tratamiento ominoso específico para los territorios de Ultramar o, dicho con sus propias palabras, no existió “un designio premeditado en la madre patria de oprimir a las colonias”[6]. Los beneficios posibles que un régimen de aquella naturaleza podía producir  los derramó la metrópoli sobre sus colonias. La “nación”, la “madre patria” fue esclavizada, privada de sus libertades tradicionales por los Reyes Católicos y la monarquía absolutista de los Austrias, argumenta el político e historiador asturiano, manifestándose como un claro defensor de la teoría de que las esencias del liberalismo formaban parte de las entrañas del ente nacional, y por eso éste no pudo “comunicar a las colonias la libertad y la sabiduría de sus instituciones y sus leyes”.
Pero esclavizada y todo “extendió a todas ellas [las colonias] los beneficios que pudo conservar de su administración. España dio a la América todo lo que le había quedado, sin hacer la menor reserva para sí”.[7]
Y entre esos beneficios incluye Argüelles prácticamente todos los aspectos de la organización colonial, la política indigenista, la mercantilista que se aplicó en las relaciones comerciales,… y todo ello considera que mejoró aún más con el cambio de orientación que introdujo en la política americana la dinastía borbónica. La mala aplicación de esas políticas y el mal funcionamiento del orden colonial, los abusos y excesos que se cometieron, fueron comunes a la metrópoli y a la colonia y consecuencia del sistema absolutista y no se puede “atribuir, pues,  -concluye Argüelles-  a España un sistema de oprimir premeditadamente a la América, omitiendo lo que se padecía al mismo tiempo en la península”.[8]
La argumentación de Argüelles es profundamente liberal y nacional y, si se nos permite una nota humorística, casi podríamos decir que tiene algo de geométrica porque intenta conseguir la cuadratura del círculo: el ser nacional de España, profundamente impregnado de valores liberales, aun esclavizado por el absolutismo, no podía sino derramar sus beneficios sobre las colonias; lo malo que hubo en el régimen colonial no fue sino responsabilidad de aquél, lo bueno, de ese ser nacional eterno y de naturaleza liberal que era España.
Es obvio, por otra parte, que en esta interpretación del capítulo nacional español, al considerar a la nación como un sujeto histórico permanente, con una identidad definida por los valores del liberalismo, no sólo se legitima al estado nacional surgido de la revolución burguesa española sino que también se justifica la obra americana del liberalismo gaditano, eximiéndole el autor  -que había participado destacadamente en ella-  de las responsabilidad de la independencia colonial, al negar que las reclamaciones de los insurgentes tuviesen un fundamento objetivo.
Aunque en términos más prudentes, también hemos encontrado en la que fue la historia general de España más difundida de la segunda mitad del siglo XIX una valoración positiva de la etapa colonial. Nos referimos a la Historia General de España de Modesto Lafuente, que, como es sabido, fue -a partir del año 1850 en que se inició su publicación- la historia que tomó el relevo de la del Padre Mariana y se convirtió en la historia de España más leída y consultada entre la burguesía y la clase intelectual española durante el resto del siglo.  

Lafuente, tácitamente reconoce los elementos positivos de la colonización española en América al rechazar como excesivas e interesadas las acusaciones que sobre ella vertían los autores extranjeros, recurriendo para ello al tópico argumento de que tales abusos y errores no fueron ni más ni menos que semejantes a los que cometieron las otras metrópolis europeas:

“Los errores y abusos  -dice el historiador palentino, en ese sentido-  que nosotros hemos lamentado por parte del gobierno de la metrópoli, y que escritores extranjeros evidentemente y no sin intención han exagerado, o al menos sin hacer el debido y correspondiente cotejo entre el sistema y el  proceder de España y el de otros pueblos conquistadores y colonizadores”.[9]
Así mismo, desde las posiciones de la historiografía del liberalismo progresista-democrático, hemos encontrado importantes historiadores que interpretan positivamente la acción española en América, como es el caso de Eduardo Chao en su continuación de la Historia General de España del Padre Mariana (1851). Chao, que militó en las filas de republicanismo, no sólo no acepta que la colonización española haya sido más cruel o abusiva que la de los otros países colonizadores europeos, sino que incluso insinúa la posibilidad de que éstos lo hubiesen sido en mayor grado:
“Mucho se ha baldonado a España  -escribe-  por esta conquista, y ciertamente no son dignos de loa todos los medios empleados para alcanzarla y asegurarla después. Hubo asesinatos, crueldades, saqueos, violencias, iniquidades, maldades, en fin, de todo género que indignan hoy e indignarán más cuanto más avance el mundo en la civilización. ¿Pero no pertenecía tal vez esa dureza a la época? Pero las demás naciones, la Inglaterra, la Francia, la Holanda, y el Portugal, ¿fueron más humanas en sus conquistas? ¿No hubo más que crímenes, como se ha dicho, donde quiera que los españoles pusieron sus plantas?  No queremos registrar los anales de otros pueblos para demostrar que ha habido quienes fueron tanto o más crueles que nosotros […]”.[10]
Si esto es así, en parte se debe, según Chao, a lo que de específico tuvo la colonización española frente a las de los otros países europeos. Estos fijaron sus objetivos coloniales en la explotación económica de los territorios dominados, mientras que la española subordinó aquélla a su misión civilizadora. De eso se deriva también, según el historiador liberal, el hecho de que la colonización no sólo no contribuyó en el caso español al bienestar de la metrópoli sino que, por el contrario, “labró, en fin, su propia ruina sacando de las tinieblas un nuevo mundo”.
Desde este planteamiento, la conclusión de Chao es que “hoy no es tiempo todavía de que la historia aprecie todos los beneficios hechos por España al mundo poniendo las Américas en relación con los demás pueblos de la tierra. Era una conquista necesaria a la civilización: así es preciso juzgar este grande acontecimiento”.[11]
Pero igualmente entre los historiadores afectos a la tendencia liberal radical hay quien no participa de esa valoración positiva de la etapa colonial, sino que, al contrario, la descalifica totalmente. Es el caso del liberal progresista Ángel Fernández de los Ríos en la obra Estudio histórico de las luchas políticas en la España del siglo XIX (aunque publicada en 1879-1880).
Aun manteniendo la perspectiva nacionalista común a todos estos historiadores liberales, Fernández de los Ríos da prioridad al enfoque partidista y el objeto principal de su intervención es negar las acusaciones que se hacen a los principios liberales de ser los causantes de la pérdida de las colonias. Tal responsabilidad la atribuye al sistema absolutista. “Nuestra mala administración y nuestra tiranía sistemática”, argumenta el historiador progresista, fue el motivo principal de la insurrección americana y no la difusión de los principios liberales. Para él, que considera  -como es norma en la historiografía liberal-  a los Reyes Católicos como los iniciadores del despotismo absolutista que se continuaría después con la monarquía de los Austrias, el orden colonial estaría viciado desde el mismo origen. El juicio sobre la colonización española, que entiende como el resultado de las directrices de los Reyes Católicos, es demoledor:
“Debieron al genio de un gran hombre, el descubrimiento del Nuevo Mundo; y, después de pagarle el servicio con la gratitud más inicua, y de enviar con cada banda de aventureros un fraile encargado de enarbolar nuestra bandera en los países que se descubrían, no supieron fundar en ellos otra cosa que testimonios de locura religiosa, únicos vestigios que allí dejó nuestra dominación; convirtiendo, lo que estaba llamado a ser poderosísimo elemento de grandeza, en causa eficaz de decadencia para la Península y de riqueza para las naciones que han recogido el fruto de nuestras torpes conquistas”.[12]

III. La independencia de las colonias españolas en la historiografía liberal.
Esa posición nacionalista sobre la que hemos visto a los historiadores liberales fundamentar las valoraciones y juicios acerca de la colonización, combinada con la óptica ideológica militante desde la que se escribe la historia en este periodo, constituyen el contexto historiográfico que permite comprender los análisis que se recogen en las obras de historia sobre el proceso de la independencia colonial en la América hispana.
Proclamación de la independencia argentina en Tucumán (1816)
En todas las obras que hemos analizado, tácita o expresamente, se reconoce que el movimiento independentista americano que surge de 1810 respondía a unas causas profundas anteriores, cuyo desarrollo lento debía necesariamente culminar en la separación de las colonias. Sin embargo, se considera, por parte de estos historiadores liberales,  que a pesar de la acción de esas causas profundas, en los años en que se inició el proceso independentista todavía los vínculos entre las colonias y la metrópoli eran muy intensos y que sólo una crisis política tan profunda, como la que sufrió España con la invasión francesa, pudo romperlos.
Este esquema interpretativo lo desarrolló expresamente el conde de Toreno en su Historia y de él lo recogen prácticamente todos los historiadores que hemos analizado: Lafuente, Rico y Amat, Chao, Fernández de los Ríos,… Su origen parece estar  -o al menos a él se refieren algunos de estos autores-  en el contenido del famoso informe de Aranda a Floridablanca (1783), en el que el ilustre aragonés recomendaba a éste, ante la influencia nociva que preveía iban a ejercer los recién independizados Estados Unidos sobre las colonias españolas, la división de la América continental en diversas monarquías encabezadas por infantes españoles.
La función ideológica de esta interpretación parece clara. Desde la perspectiva nacionalista que adoptan estos historiadores, la emancipación   -término que se utiliza preferentemente por éstos y no precisamente por casualidad-  fue un hecho natural, inevitable y del que nadie  -ni siquiera el despotismo absolutista-  fue último y directo responsable.
Sin embargo, desde los presupuestos nacionalistas que mantenían  -como idea incuestionable-  de que para la nación era un bien poseer un dominio colonial como expresión de su poder material y prestigio internacional, la posición secundaria de España en Europa aparece estrechamente vinculada a la pérdida de sus colonias en la América continental. Y por ello, sí es necesario justificarse desde la historia por no haberla retrasado todo lo más posible, dado que era inevitable y, sobre todo, por no haber logrado una independencia negociada que hubiese permitido mantener las ventajas materiales de unas relaciones amistosas y/o de dominio con los estados surgidos de la descolonización. Y esa justificación la hacen los historiadores liberales responsabilizando al absolutismo fernandino del modo cómo se llegó a la independencia de las antiguas colonias y de su consecuencia presente, que es la postración internacional de España.
Pero también desde el moderantismo político se hacen culpables a los liberales avanzados de las Cortes gaditanas y, sobre todo, del Trienio, de haber sido los causantes de esa situación, por haber intentado la aplicación de sus principios radicales. En esa crítica, incluso, los historiadores moderados incluyen algunos de los elementos de la teoría conspiratoria del origen de la independencia americana que defendía la historiografía tradicionalista, como por ejemplo la importancia que en Trienio liberal tuvo la acción de la masonería, tanto en España  -sublevando el ejército de Cádiz y originando la inestabilidad política-  como en América, alimentando la insurrección por medio de conspiraciones y a través de la difusión del ideario revolucionario[13] .
No hay conciencia entre estos historiadores de la contradicción que existe en el hecho de que los liberales metropolitanos participaban con los liberales americanos de unos principios que legitimaban la lucha de éstos por la independencia y, sin embargo, se la negaban. El criterio dominante en la historiografía liberal es que los gobernantes metropolitanos debieron retrasar el mayor tiempo posible una independencia que inevitablemente tenía que llegar y cuando esa situación se produjo, se debió haber llegado a una separación negociada que hubiese permitido mantener a la ex metrópoli una relación ventajosa e interesada con sus antiguas colonias, e incluso, para otros más que eso, es decir, una relación de dominio sobre ellas. Esto es, las dos posturas que en la etapa isabelina adoptaron respectivamente ciertos sectores vinculados al liberalismo progresista-democrático, por una parte, y los tradicionalistas y moderados, por otra, respecto a las relaciones que España debía mantener con sus antiguas colonias.
Modesto Lafuente mantiene, en su Historia General esa actitud, de la cual, expresa o tácitamente, participan también la mayoría de los historiadores liberales que hemos analizado. El historiador palentino, al enjuiciar negativamente el apoyo prestado por Carlos III a los independentistas de Estados Unidos por su posterior influencia en el movimiento insurreccional en las colonias españolas, no niega “que la independencia y la libertad de los Estados Unidos, como la de las otras grandes familias y regiones de América, ha sido o pueda ser, bien que pasando por más o menos largas y penosas crisis, útil y provechosa a la humanidad en general; ni desconocemos que el destino de todas las grandes colonias, y en especial de las que están a inmensa distancia de su metrópoli, es emanciparse y vivir vida propia al modo de los individuos cuando llegan a mayor edad. Pero fuerza es reconocer también que el interés y la conveniencia especial de los soberanos es el de conservar cuanto puedan el dominio de las regiones que poseen, como es su deber regirlas en justicia y dispensarles los beneficios de la civilización […]. Lo que la prudencia y el interés aconsejan es hacerlas amigas y hermanas cuando no se puede tenerlas dependientes.[14]       

Rico y Amat en su Historia política y parlamentaria de España (1860-1861) expresa también un planteamiento similar con los matices propios de su ideología liberal moderada. Después de enjuiciar como negativa la política americana de la Regencia y las Cortes de Cádiz por contribuir a propagar entre los americanos las ideas independentistas, con la difusión entre ellos de los principios liberales y la concesión de los derechos políticos, critica también la política de carácter absolutista de Fernando VII por haber optado por la reconquista militar de las colonias sublevadas y no haber intentado llegar a un acuerdo con ellas.
“Fácil era establecer en aquellos dominios  -escribe-  monarquías más o menos absolutas, pero siempre ilustradas y paternales, sentando en los nuevos tronos de América príncipes españoles que hubiesen conservado siempre una amistad inalterable y sincera a la madre patria, proporcionándola recursos y prestándola apoyo.
Encaminada así la emancipación, puesto que ya no había remedio, no sólo el establecimiento de monarquías en América, bajo la influencia y protección de España, hubiese sido útil a ésta y dándole importancia en Europa, si que también y principalmente habría sido la salvación de las provincias emancipadas, víctimas desde entonces de la anarquía de las repúblicas y del despotismo de los dictadores”.[15]
Es decir, la misma actitud hacia América que en esos años mantenían ciertos sectores tradicionalistas y moderados partidarios de recuperar la influencia en las antiguas colonias, apoyando la instalación de monarquías relacionadas con España para poder así recuperar la posición internacional perdida.
Sin embargo, después de tal planteamiento, Rico y Amat reconoce desde los valores del liberalismo la justa causa de los americanos, pues “no eran   -escribe-  insurgentes los que iban a combatir nuestros soldados: eran ideas de libertad, eran sentimientos de independencia, que no se sofocan ni se destruyen por las armas.
América hacía con nosotros lo que habíamos hecho antes con Napoleón; luchaba por romper las cadenas de su esclavitud, y venció como luchamos nosotros por ser independientes y vencimos”.[16]
Al margen de estas notas comunes de las interpretaciones de la historiografía liberal moderada y radical, no se pueden dejar de lado  -algunas ya las hemos analizado al hilo de lo expuesto anteriormente-  las diferencias de interpretación y valoración surgidas desde las dos ópticas ideológicas correspondientes a las dos grandes tendencias del liberalismo en este periodo, como tampoco otras que no tienen ese significado, sino que derivan de las cualidades personales y profesionales de cada historiador.
Por ejemplo, el conde de Toreno desarrolla extensamente en su Historia, dentro del conjunto de causas generales y lejanas de la independencia, la gran influencia que en ésta tuvieron las transformaciones del reformismo borbónico en América. Lafuente, sin embargo, que sigue en líneas generales el mismo esquema que Toreno sobre las causas de la independencia, no hace referencia a tales transformaciones así como tampoco acepta la crítica que la política americana de la Junta Central mereció al conde de Toreno. Pero ambos concuerdan en que a la altura de 1814 la conciencia independentista de los españoles americanos estaba ya asentada firmemente y no había otro remedio que hacer lo que no se hizo: llegar a una independencia negociada que hubiese favorecido los intereses futuros  -es decir, el presente desde el que escriben-  materiales y políticos de España en el Nuevo Mundo.
Pero, sobre todo, la intensa ideologización partidista que caracteriza a la historiografía liberal de este período fue la causa principal de juicios e interpretaciones diferentes sobre numerosos aspectos del proceso independentista americano.
Otro ejemplo, además de los ya analizados, nos puede servir de ilustración al respecto. Ya hemos visto como el liberal moderado Rico y Amat criticaba la labor de la Regencia y las Cortes de Cádiz como difusor del sentimiento independentista por igualar y conceder derechos políticos a los españoles americanos; mientras la postura contraria la mantiene un liberal radical como Chao, que considera que fue precisamente esa política liberal de la institución soberana instalada en Cádiz la que permitió detener por algún tiempo la insurrección independentista.
Notas

[1] Véanse sobre este aspecto: Manuel Moreno Alonso, Historiografía romántica española, Sevilla, 1979; Paloma Cirujano y otros, Historiografía y nacionalismo español, 1834-1868, Madrid, 1985; Gonzalo Pasamar e Ignacio Peiró, Historiografía y práctica social en España, Zaragoza, 1987; y el Prólogo de José María Jover al vol. XXXIV, La era isabelina y el sexenio democrático (1834-1874), de la Historia de España dirigida/fundada por Ramón Menéndez Pidal (1981).
[2] Sobre este aspecto véase Leoncio López-Ocón Cabrera, Biografía de “La américa”. Una crónica hispanoamericana del liberalismo democrático español (1857-1886), Madrid, 1987, passim.
[3] Véase Carlos M. Rama, Historia de las relaciones culturales entre España y la América Latina. Siglo XIX, México, 1982, pp. 91-102.
[4] Tomo III, p. 425 de la edición de 1835.
[5] Ibídem, pp. 425-426.
[6] Tomo I, p. 338 de la edición de 1835.
[7] Ibídem, p. 335.
[8] Ibídem, p. 344.
[9] Tomo XVII, p. 149 de la edición de 1930.
[10] Tomo V, p. 342.
[11] Tomo V, p. 343.
[12] Página 9 de la edición de 1879.
[13] Sobre el tratamiento que la historiografía de la etapa de Isabel II da a la participación de la masonería en la independencia americana, véase la comunicación presentada al V Symposium Internacional de la historia de la masonería española, celebrado en Cáceres en junio de 1991, por uno de los autores de este trabajo, Julio Antonio Vaquero Iglesias, con el título “Masonería e Independencia americana en la historiografía española decimonónica (1833-1868)”.
[14] Tomo XV, p. 82-83 de la edición de 1930.
[15] Tomo I, p. 500
[16] Ibídem,  pp. 500-501

* Ponencia publicada en: Ursula Thiemer-Sachse, Werner Pade y Wolfhard Strauch (editores), América Latina en el pasado, presente y futuro, 1492-1992. Materiales del Coloquio Internacional (Universidad de Rostock, Instituto Latinoamericano, 27 a 29 de septiembre de 1991), Lateinamerika-Institut/Universität Rostock,  Rostock, 1992,  Tomo I, pp. 60-67.
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M. Zeuske con profesores y estudiantes de la
Sección de Estudios Latinoamericanos de Rostock (1987)


lunes, 16 de julio de 2012

Principado y luchas antiseñoriales en la Asturias del siglo XVIII *


La institución del Principado de Asturias, desde su origen en 1388, tuvo como objetivo primordial vincular el territorio asturiano a la Corona a través de la persona del heredero. Esta política se vio profundamente afectada por las constantes luchas antiseñoriales, en especial durante el siglo XVIII.

Julio Antonio Vaquero Iglesias
Jesús Manuel Mella Pérez
En la turbulenta pugna que tuvo lugar en el reino castellano-leonés, en la etapa bajomedieval, entre monarquía y nobleza   -confrontación que se saldó, como es sabido, con la victoria de la primera, pero que por aparente paradoja originó una acentuación de la señorialización-, la institución del Principado de Asturias, además de contribuir a poner fin a la querella dinástica entre los Trastámara y los descendientes de Pedro I, se realizó  -como ha resaltado tanto la historiografía regional tradicional como la reciente- con una consciente finalidad antiseñorial [i].
Juan I (Grabado al cobre de A. Roca)
Tanto con su erección en 1388 por Juan I en beneficio de su hijo Enrique (el futuro Enrique III) como posteriormente con su confirmación por Juan II, en 1444, en la persona de su primogénito Enrique (el futuro enrique IV), con el reconocimiento explícito de su calidad de mayorazgo real, el objetivo primordial que se buscó fue vincular el territorio asturiano a la Corona a través de la persona del heredero, con el objeto de evitar, como había venido ocurriendo, que pudiese convertirse en fundamento del poder de la nobleza frente a la autoridad real. Juan I, exonerado su hermano bastardo Alfonso Enríquez de su señorío asturiano por haberse levantado contra él, con la creación del Principado llenaba un peligroso vacío de poder en Asturias sobre el que se cernía como sombra amenazadora el ausente, pero también como amenaza presente la ambición del obispo de Oviedo, Gutierre de Toledo. Y en una coyuntura aún más difícil para la continuidad del monarca Trastámara como cabeza del reino, la alianza de Juan II con su hijo, sancionada con la confirmación de éste en el título de Príncipe de Asturias con la condición de vínculo y mayorazgo, significaba el apoyo del heredero real al monarca y a su favorito el Condestable Álvaro de Luna contra el partido nobiliario encabezado por los infantes de Aragón, y en Asturias, concretamente, el quebrantamiento  -aunque finalmente no llegase a producirse por el cambiante juego de las alianzas-  del poder que detentaban los Quiñones, su más firme apoyo.
Enrique III representado en un vitral del Alcázar de Segovia
La fórmula jurídico-pública en que cristalizó el Principado, dados esos objetivos que se pretendían, no podía ser sino la de un señorío jurisdiccional con vínculo y mayorazgo, de modo que al mantenerse siempre el territorio asturiano, por tal condición, unido a la Corona a través del primogénito real, quedase definitivamente libre de las apetencias de los magnates nobiliarios y no pudiesen volver a convertirse sus tierras en plataforma antimonárquica y el poder derivado de su señorío en arma arrojadiza contra la realeza.
Sin embargo, como consecuencia, sobre todo, de la necesidad de seguir contando con el apoyo de la reciente nobleza de servicio creada por el primer Trastámara frente a la alta nobleza de sangre, compensándola para ello con el mantenimiento en lo que constituía la encarnación de su poder, ni la erección ni la confirmación del Principado supusieron la desaparición en Asturias de los señoríos jurisdiccionales.
De ese modo no sólo subsistieron, más allá de la Edad Media, los cotos y jurisdicciones monásticos y los que integraban el gran dominio señorial episcopal, sino que también otros muchos de los que habían tenido su origen en las mercedes de los Tratámaras en el otoño medieval siguieron existiendo  -aunque algunos, como los que formaban el patrimonio de los Quiñones en Asturias, desapareciesen absorbidos en el realengo en virtud de la política reintegracionista de los Reyes Católicos-  y constituyeron durante el antiguo régimen, con los procedentes de las ventas de vasallos de los Austrias, un territorio señorial que nunca llegó a tener en Asturias la importancia del realengo [ii].
Principado separado e independiente.
Resultado final, pues, de lo que se pretendía conseguir y de lo que sólo fue posible obtener, esa realidad señorial estaba en contradicción con la condición que tenía el Principado de mayorazgo real, vinculado a la Corona por la persona del heredero, pero eso sí, separado e independiente de la misma por su propia naturaleza. Sin embargo, la compatibilidad entre la monarquía autoritaria y la aristocratización de la sociedad que vino después permitió superar tal contradicción. Lo que explica cómo desde los Reyes Católicos el título se vació definitivamente de contenido señorial y los términos en que se había erigido quedaron envueltos en la bruma de la ambigüedad. No obstante, la contradicción leal subsistía y a ella apelaron, para instrumentalizar por la vía legal las denuncias de los abusos que padecían y oponerse así a sus señores, los vecinos de los señoríos asturianos en el transcurso de las luchas antiseñoriales que protagonizaron en el “setecientos”, aprovechando la coyuntura favorable que para sus pretensiones suponía la instauración de una monarquía como la borbónica partidaria del centralismo monárquico y consecuentemente de la implantación de la unidad jurisdiccional.
Claro es que al reclamar éstos el origen y la vigencia del vínculo regio con tal finalidad, se produjo, por reacción, como contraargumento de los señores, la defensa de la tesis opuesta, la de considerar desde sus orígenes al Principado de Asturias como un título meramente honorífico, instituido para honrar y señalar de manera oficial y ceremonial al heredero real.
A la izquierda de la imagen, en primer plano, la sede antigua de la Audiencia
y de la Regencia en la segunda mitad del siglo XVIII (c/ Cimadevilla, Oviedo)
La defensa de una y otra interpretación como legitimación de esas posturas enfrentadas estuvo así presente en todos los memoriales, representaciones, escritos y alegatos jurídicos que generó el conflicto entre señores y vasallos en Asturias en esa centuria. En realidad, la utilización de ese argumento legal por parte de los vecinos de los señoríos asturianos no era algo nuevo, pues apelando al vínculo regio ya se habían obtenido sentencias favorables en algunos pleitos incorporacionistas que se habían producido en Asturias en los siglos anteriores, como la que consiguieron en 1551 los vecinos de Navia, frente a su señor, el conde de Ribadeo. Pero cuando la referencia legal al vínculo regio se hizo verdaderamente frecuente fue a partir del siglo XVIII, desde el momento en que las iniciativas incorporacionistas de los vecinos de los señoríos asturianos se vieron impulsadas desde el propio aparato del estado borbónico, originándose un movimiento generalizado en la región para que desapareciesen los cotos y jurisdicciones señoriales y con ellos toda la serie de rentas, tributos, servicios, oficios, prestaciones y derechos con que sus titulares gravaban a sus vecinos.  
Así, los vecinos del concejo de Allande, en 1690, en uno de los episodios incorporacionistas que preludian la oleada antiseñorial de la centuria siguiente, obtuvieron del Consejo de Hacienda la reversión del concejo a la corona y la suspensión de las competencias jurisdiccionales que en él tenía el conde de Marcel de Peñalba, con la alegación de que el concejo pertenecía al vínculo regio y no podía ser por ello de titularidad particular, y para demostrarlo presentaron copias certificadas de los documentos originales de la confirmación del principado por Juan II, sacadas del Archivo de Simancas.
Pero fue la creación por Felipe V en 1706 de una Junta de Incorporación de las jurisdicciones y derechos segregados del patrimonio de la Corona  -con el objeto de recaudar fondos para sobrellevar la precaria situación financiera creada por la Guerra de Sucesión-  el reactivo que generalizó las demandas de los vecinos de los cotos y jurisdicciones asturianos al Consejo de Castilla contra sus señores. Esos memoriales de los vecinos de los concejos de Ibias, Cangas, Navia, Miranda y Ribadesella y los de los cotos y jurisdicciones de Bárcena, Las Morteras, Carrio, Villayón y otros, fueron dirigidos por resolución real a la Junta de Incorporación para que ésta, después de verificar los hechos que referían, actuara en consecuencia. Sin embargo, las denuncias del deficiente funcionamiento de la Junta a causa de la presión de los poderosos  -concretamente la blanda y torpe actuación que en este asunto adoptaba el corregidor de Asturias, don Juan Santos de San Pedro-  tuvieron como efecto, finalmente, el nombramiento de un comisionado regio, don Antonio José de Cepeda, cuya actuación, al orientarse claramente contra los intereses de los señores, no sólo no aplacó los enfrentamientos entre una y otra parte, sino que los aumentó, y esa situación conduciría a la decisión regia de la creación de la Audiencia  -como así se hizo en 1717-  con el objetivo inmediato de que se resolviesen por vía judicial las causas pendientes derivadas de la gestión de Cepeda.
No sólo apelaban los demandantes al vínculo regio como fundamento legal de sus peticiones, sino que en algunos casos hacían una estricta interpretación del mismo con el objeto de atajar cualquier pretensión de legalidad por parte de los señores alegando la posesión inmemorial. Fuesen creados antes o después del vínculo regio, no había legalidad posible para los señoríos: los anteriores habrían sido anulados por su fundación, los posteriores no serían sino usurpaciones.
Mayorazgo real.
Pero, además, la coincidencia de sus intereses con los de la corona hizo que contasen con su decidido apoyo legal. Por Real Decreto de 10 de julio de 1709 se ordenó la reversión de los derechos jurisdiccionales de aquellos señores que no habían presentado sus títulos en el plazo señalado, y en aplicación de esa ley y, consecuentemente, con la jura del príncipe Luis como Príncipe de Asturias, se pidió por el fiscal regio, con el apoyo del Consejo, que se hiciese realidad su virtual condición de mayorazgo real, reintegrándose al mismo lo que se había segregado de él por usurpación. Y aunque esta petición fue denegada por el monarca por las implicaciones políticas que conllevaba [iii], la real respuesta animaba a que “se prosiguiese en el real nombre de su Mgd. la presentación de los títulos que tenían los intrusos posehedores de las regalías de este Principado o justos derechos para retenerlos” [iv].  
Sin embargo los frutos de estas actuaciones fueron escasos. Paralizadas muchas de esas causas en la Audiencia y reintegrados parte de los señores que Cepeda había despojado, en sus antiguos derechos, fue, en la segunda mitad del XVIII, al amparo de la reactivación del movimiento de reincorporación de señoríos que llevó a cabo el reformismo borbónico durante el reinado de Carlos III, cuando rebrotaron las peticiones de los vecinos de los cotos y jurisdicciones enclavados en los concejos de Tineo, Cangas y Valdés con el objeto de que fuesen reintegrados al realengo y suprimiesen además algunos de los derechos dominicales que mezclados confusamente con el ejercicio de la jurisdicción detentaban los señores. Peticiones y protestas de los vasallos contra los señores agudizadas ahora por los nuevos problemas y tensiones que suscitaban entre ellos, en virtud de su respectiva condición de arrendatarios y propietarios, la creciente demanda de tierras y el alza de los precios agrarios.
Anteriormente, en los últimos años del reinado de Felipe V, se había reavivado también el pleito entre los vecinos de Allande y su señor, y ambas partes seguían hilvanando sus argumentos en torno al vínculo regio. La donación del señorío del concejo a Suero de Quiñones en 1435 por Juan II fue forzada y por tanto ilegal, y de no ser así, la posterior confirmación del vínculo regio en 1444 por el monarca Trastámara, la habría anulado, argumentaban los vecinos contra el conde; la donación del señorío del concejo la obtuvo Suero de Quiñones en recompensa de los servicios prestados por éste al monarca y por ello era de pleno derecho, y no pudo ser anulada por el vínculo regio, pues el Principado sólo fue un título de honor, alegaba en su favor el de Peñalba [v]. De igual modo, los vecinos de señorío de los oros concejos citados fundamentaban de nuevo sus reclamaciones también en la naturaleza del vínculo regio que ostentaba el Principado y pretendían que desde el poder se tomasen las medidas legales oportunas para que se estableciese una nueva revisión de títulos de los cotos y jurisdicciones y, una vez comprobados, se reintegrasen a la Corona aquellos cuyos titulares no pudiesen demostrar su origen legal. No fueron aceptadas por los gobernantes ilustrados esas peticiones, así como tampoco obtuvieron ninguna satisfacción en sus pretensiones los vecinos de Allande, pues en 1749 se dictó sentencia firme, en grado de segunda suplicación, contra sus intereses. El carácter moderado que había adoptado la política incorporacionista  -entre cuyos objetivos no entraba la abolición total del régimen señorial, sino únicamente paralizar las enajenaciones del realengo e incorporar aquellos señoríos que tenían un origen viciado, ilegal, o los que por no cumplir las condiciones de su fundación ya no debían estar vigentes-  daba prioridad a la vía judicial como procedimiento para resolver las demandas de incorporación, estableciendo que se sustanciasen uno por uno todos los casos ante los tribunales, de tal manera que los señores pudiesen defender legalmente sus intereses frente a las demandas de los vecinos de señorío.
No es extraño, pues, que en congruencia con esa moderación empezasen a emanar de la propia administración borbónica interpretaciones matizadas acerca del mayorazgo y vínculo real e incluso se llegase ya a negar su existencia aceptando su carácter de mero título de honor.
De esta manera, en el dictamen que remitió la Audiencia de Oviedo al Consejo de Castilla, en 1774, en relación con la petición dirigida al rey por los vecinos del concejo de Valdés  -dictamen con el que se conformó el Consejo y al que se atuvo la decisión regia-  se apuntaba ya la idea de que no se podía aceptar sin más la suposición en que basaban aquéllos su alegación: que antes de la fundación del vínculo regio todo el suelo del Principado fuese del rey ni tampoco que desde entonces nada de él se hubiese podido enajenar legalmente; para pasar más adelante a defender que la concesión hecha por Juan I al príncipe Enrique no había tenido en su origen, ni posteriormente, otro significado que el de ser un título de honor ni más efecto que el de significar y honrar al heredero de la Corona.
Campomanes y Pérez-Villamil.
Aunque fuese objeto de atención por razones pragmáticas y no por motivaciones estrictamente científicas o eruditas, el hecho es que esta controvertida interpretación de la naturaleza del Principado dirigida a legitimar los intereses de las partes en pugna, originó entre los juristas e historiadores asturianos un creciente interés por todo lo relacionado con el origen de la institución, por el conocimiento de su significado y de las circunstancias históricas en que se creó; interés que indujo a sacar a la luz, de los archivos donde se custodiaban, los diplomas y documentos que habían dado carta de naturaleza al Principado, y a estudiar las fuentes cronísticas que hacían relación de esos hechos. Del conde de Campomanes sabemos, por ejemplo, que guardaba celosamente en su archivo particular copias de las cédulas de confirmación del mayorazgo real concedidas por Juan II, cuidado que pudo tener su origen en el hecho sorprendente de que, antes de ser designado fiscal del Consejo y convertirse en primer adalid de la política incorporacionista, el ilustrado asturiano había  intervenido como jurista defendiendo los intereses del conde de Marcel de Peñalba en el pleito al que nos hemos venido refiriendo [vi].
Otro destacado político y jurista asturiano de aquel tiempo que también trató sobre esta cuestión fue don Juan Pérez-Villamil [vii], quien escribió sobre ella una breve nota legal titulada Sobre el Principado de Asturias. Ese escrito, inédito hasta ahora, y que se encuentra depositado en la Real Academia de la Historia  -de la que fue director Villamil entre 1807 y 1811-  no sólo nos muestra al jurista asturiano como un minucioso conocedor de los documentos fundacionales del Principado y de las fuentes cronísticas que relatan esos acontecimientos, sino que además el método con que los analiza nos lo revela como un seguidor de los presupuestos del criticismo histórico ilustrado. Pero, no por ello, como se desprende indirectamente de su contenido, esa nota deja de ser un escrito instrumental que, inserto en la controversia que sobre la naturaleza jurídico-pública del Principado desató el movimiento incorporacionista, tiene como objeto último defender la posición de los señores restándole valor histórico al argumento del carácter del vínculo regio del Principado con el que la parte contraria trataba de legitimar la suya. Condición que para Pérez-Villamil nunca tuvo el Principado, que sólo fue desde su origen un mero título de honor.
A partir de un conocimiento de los acontecimientos relacionados con la fundación del mayorazgo real similar al que seguimos teniendo hoy, Villamil desarrolla en su breve escrito una doble argumentación para invalidar la tesis del vínculo regio.
No sólo no se ha encontrado la real cédula  -argumenta el autor-  de la fundación del vínculo por Juan I, sino que además tampoco hay huella de que alguno de los primeros Príncipes de Asturias ejercitase sus competencias señoriales, y el hecho de que el título haya llegado hasta el siglo XVIII vacío de ese contenido es, junto on los datos anteriores, otra prueba más de que nunca tuvo tal condición.
Pero, sobre todo, Villamil trata de dejar sin valor el contenido del albalá de Tordesillas de 1444 y la real cédula de Peñafiel del mismo año que lo refrendaba  -por ser aquél un instrumento legal breve, de circunstancias-  por medio de los cuales Juan II había confirmado a su hijo Enrique en el título creado por su homónimo antecesor en 1388, pues en esos documentos, además de hacerse referencia al carácter de mayorazgo regio que había tenido el título en su origen y en el pasado, se le atribuía, con las fórmulas jurídicas típicas de la época, esa misma condición en el presente y para el futuro.   
Nulo de derecho.
Para ello, haciendo honor a la fama de hábil jurista que gozó en su tiempo  -el mismo Jovellanos hace mención de ella en sus Diarios-  vuelve contra sus innombrados oponentes sus propios argumentos: era nulo de derecho  -alegaban los vecinos y los fiscales del Consejo de Castilla para demostrar la ilegalidad de muchos señoríos-  todo señorío concedido en tiempos revueltos en que el rey no había tenido libertad para obrar como había ocurrido en el reinado del fundador de la dinastía Trastámara, en que muchas donaciones de señoríos  -las mercedes enriqueñas-  se consideraban ilegales por ese origen viciado, como también había ocurrido  -pero en menor medida-  en los reinados de sus sucesores Juan II y Enrique IV.
Palacio de Cienfuegos de Peñalba (Allande)
Este sería para Pérez-Villamil el caso del Principado de Asturias, pues habría sido instituido por Juan II como mayorazgo regio en la persona de su hijo primogénito Enrique para conseguir su alianza contra el partido nobiliario en circunstancias en que se estaba jugando su supervivencia como cabeza de la dinastía Trastámara. La prueba más evidente de que el rey no había sido libre en su decisión era  -dice Pérez-Villamil siguiendo el relato de la Crónica de Juan II-  que en la concordia que el monarca volvió a establecer por segunda vez con su hijo  -en el reajuste de alianzas que se produjo después de la batalla de Olmedo-, aquél había rectificado su decisión anterior anulando de facto la concesión del vínculo regio al mandar a su primogénito que “hiciese tornar a Pedro Quiñones ciertas villas y fortalezas e bienes en Asturias de Oviedo y el Oficio de Merindad”, y a Suero de Quiñones “le de e entregue, e mande entregar la su villa de Navia; e otrosí que el dicho Señor Príncipe le de e entregue los concejos de Tineo e Allande e Somiedo”. Tales donaciones revocaban claramente, según Villamil, el contenido del albalá y la real cédula de 1444 y eran la expresión de las circunstancias forzadas que habían obligado a Juan II a instituir el mayorazgo regio en la persona de su hijo.
Por si esto no fuera suficiente, y en la línea de crítica y denuncia de las inexactitudes y falsificaciones de las crónicas medievales que habían iniciado los bolandistas en el siglo XVII y seguían manteniendo en el siguiente los historiadores ilustrados, Pérez-Villamil llega a apuntar la posibilidad de que los citados documentos fueran apócrifos, basándose para ello en las importantes inexactitudes que contenían. Falsedades, como la afirmación que se hacía de que el duque de Lancáster hubiese sido posteriormente rey de Inglaterra o que el Delfinado fue ocupado en sus orígenes por el primogénito real, que el jurista naviego trata de demostrar con una gran erudición y amplios conocimientos bibliográficos.
Es claro que el escrito que comentamos, más que defender la tesis del Principado como título exclusivamente honorífico, tiene como última finalidad echar por tierra su condición de vínculo regio por cuanto esa interpretación se había constituido en el argumento con el que en Asturias los incorporacionistas justificaban unas pretensiones antiseñoriales que iban más allá de los límites que los ilustrados pretendían traspasar: anticipando los términos del problema que en la centuria siguiente los liberales iban a tener que resolver para proceder al desmantelamiento definitivo del régimen señorial, se pedía por los vecinos de señorío la supresión por ley de las competencias jurisdiccionales de los señores en tanto que mezcladas con ellas, en una madeja inextricable, aparecían ciertos derechos dominicales que aquéllos cuestionaban. Por ello, la nota legal de Villamil no es sólo reflejo de la actitud moderada que mantuvo durante su etapa ilustrada, sino también expresión del limitado alcance y la gran prudencia con que los políticos ilustrados  -al margen de sus construcciones doctrinales-  abordaron la reforma del régimen señorial, el cual no dejaba de ser uno de los pilares que sustentaban el poder de la nobleza, y ésta, al fin y al cabo, una de las fuerzas sociales que los ilustrados pretendían integrar en su proyecto reformista.
El eco de esta polémica viajó a través del tiempo. Cien años después, y al margen ya de los intereses que fundamentaron esas interpretaciones, alguno de los argumentos que Villamil vertió en su opúsculo fue respondido por otro asturiano ilustre, don Fermín Canella. Conociese o no su contenido  -lo cual no es improbable como gran conocedor que fue de la obra y vida de aquél, pero también por la coincidencia de ciertas referencias-, el que fue rector de la Universidad de Oviedo y primer estudioso de su historia, rebatió el dato de Pérez-Villamil relativo a que los Príncipes de Asturias no habían nunca ejercido competencias jurisdiccionales, cuando escribió en su erudito trabajo El Principado de Asturias [viii] que “esta dignidad de Príncipe de Asturias no fue en los primeros tiempos simple título de honor, pues el territorio asturiano con su ciudad, villa, lugares y fortalezas les pertenecía como patrimonio o mayorazgo (…). De esta suerte, varios Príncipes de Asturias, nombraron Justicias, merinos, alcaides, corregidores, escribanos, etcétera, y otras autoridades, que gobernaron el Principado en representación de su natural señor”.

Notas
[i] Sobre la finalidad antiseñorial que tuvo la creación del Principado, véase el excelente artículo de J. I. Ruiz de la Peña, “Poder Central y Estados regionales en la baja Edad Media castellana. El ejemplo del Principado de Asturias”, Ástura núm. 2, 1984, págs. 13-24, y el prólogo de Luis Suárez Fernández, al tomo V de la Historia de Asturias, dedicado a la Baja Edad Media (Salinas, 1979).

[ii] Una descripción detallada de los señoríos asturianos en el antiguo régimen puede encontrarse en: Gonzalo Anes, Los señoríos asturianos, Madrid, 1980. (Discurso de recepción en la Real Academia de la Historia).

[iii] La respuesta del monarca, tal y como la recoge el marqués de San Felipe en sus Comentarios de la Guerra de España (Madrid, 1789, tomo I, pág. 338), fue que “no convenía darle al Primogénito más que el nudo nombre de Príncipe de Asturias, porque de tener otro soberano incluido en los Reinos, podrían nacer muchos, y no pocas veces vistos, inconvenientes, aún con el propio exemplo de Enrique IV, contra su padre don Juan II. Que en cuanto a inquirir sobre lo usurpado era muy justo y que todo se debía agregar a la Corona, dándole al Príncipe los alimentos proporcionados a su edad y celsitud”.

[iv] Esta decisión regia sería invocada como argumento legal por los vecinos de Allande contra la sentencia de vista pronunciada el 5 de marzo de 1742 a favor del conde de Marcel de Peñalba. La gestión realizada por el apoderado de aquéllos para obtener el Consejo un certificado de esa resolución real se encuentra en al Archivo Histórico Nacional (Consejos, leg. 24.018, exp. 3, fs. 139-145).
La sentencia de revista, dada el 24 de octubre de 1744, fue favorable a los vecinos del mencionado concejo, aunque el fallo definitivo, en 1749, y en grado de segunda suplicación, lo fue a favor del conde.

[v] Memorial ajustado de el Pleyto que pende en el Consejo en grado de segunda suplicación y oy se sigue en este Supremo Consejo por los señores Fiscales, el señor Don Pedro Colón y el señor Don Miguel Ric y el Concejo y vecinos de la Pola de Allande, en el Principado de Asturias, con D. Balthasar Joseph de Cienfuegos, conde de Marcel de Peñalba…, Madrid, julio 1748, págs. 17-18.

[vi] Rodríguez  Campomanes, Pedro.- Informe jurídico que se escribe en virtud de Auto del Consejo en Sala de Mil Quinientas por Don Baltasar José de Cienfuegos Caso y Valdés de Mejía, Conde de Marcel de Peñalva, sobre que se absuelva de la demanda de tanteo puesta a la jurisdicción, señorío y vasallaje de dicho concejo de Allande y declarar no haber lugar al tanteo, Madrid, octubre 1752.
[vii] Juan Pérez-Villamil (Santa Marina de Vega, Navia, 1754; Madrid, 1824) estuvo en la primera parte de su vida estrechamente vinculado al movimiento ilustrado  -ejerció como abogado en Madrid, fue fiscal de la Audiencia de Mallorca y Secretario del Almirantazgo-; pero su trayectoria política e intelectual dio un giro radical a partir de la Guerra de la Independencia  -fue autor material del manifiesto del Alcalde de Móstoles, sufrió destierro en Francia por orden de Napoleón y ocupó una de las plazas de Regente del Reino en la etapa de Cádiz-  para pasar a ser un estrecho colaborador de Fernando VII y defensor y propagador a ultranza del pensamiento reaccionario que legitimaba el absolutismo fernandino  -desempeñó en este periodo los cargos de Secretario de Estado y del Despacho de Hacienda y consejero de Estado-. Una revisión de su biografía y de su obra puede encontrase en el estudio introductorio de la edición que hemos preparado de unos de sus escritos que hasta ahora se creía perdido: Historia civil de la Isla de Mallorca, de próxima publicación.
[viii] Estudios Asturianos. Cartafueyos de Asturias, Oviedo, 1886, páginas 171-173.
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*  Publicado en la revista Historia y Vida, nº 253 (abril de 1989), pp. 33-41. Anteriormente en el suplemento monográfico que con motivo del VI Centenario del Principado de Asturias editó el diario ovetense La Nueva España el día 18/11/1988, pp. xxvii-xxix.


    
  
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