jueves, 30 de septiembre de 2010

Ernesto Giménez Caballero: Un genial improcedente

         
Retrato por David Padilla
 
El profeta del fascismo español

Jesús Mella
Mañana, día 14 de mayo, se cumplen dos años del fallecimiento en Madrid del profeta del fascismo español, prolífico escritor y diplomático, Ernesto Giménez Caballero. El fundador de La Gaceta Literaria descansa en el cementerio de San isidro, al lado de Azorín, otro nieto del 98. Ya en sus descuidadas Memorias (1979) Giménez Caballero se proponía a sí mismo tres posibles tumbas: Cuelgamuros, Asunción (Paraguay) o su panteón isidrense, al lado del Manzanares. “Mi tumba isidrense significaría para mí donde nací”. A su sepelio asistió una veintena de personas, entre las que se encontraban familiares, amigos y algún pintoresco allegado. Su nieto, de mismo nombre, recordó a su abuelo como un autor contradictorio, destacando la frase con que un día le definió Franco: “Es un genial improcedente”.
La muerte literaria de Giménez Caballero había tenido lugar con mucha anticipación de años. Según cuenta Dionisio Ridruejo, ya no estaba en los altares antes del 36. Y es que los escritos de Giménez Caballero empezaron a perder interés a partir de 1933 (La Nueva Catolicidad) y sobre todo en la época de guerra y postguerra, en la que la mayor parte de sus publicaciones fueron opúsculos de apología delirada. Hasta el propio grupo cultural de la Falange, dirigido por Arrese, rechazaba su pretendido magisterio. También estaba mal visto en los sectores tradicionales por su calidad de ex enfant terrible. El nacionalcatolicismo también fue arrinconando las viejas maneras, los viejos sueños.
En los días triunfales, quien propuso crear las fiestas de la Victoria y el 18 de julio, acompañó a Franco en sus viajes por Cataluña, Andalucía y Portugal. Consejero de  Educación, enseñó en su querido Cisneros, en la Facultad de Letras y la Escuela de Periodismo. Siguió siendo consejero nacional, era procurador en Cortes, y en 1949 volvió a Estrasburgo  -había sido lector de español en su Universidad a comienzos de los años veinte-  en calidad de observador oficioso, para asistir a la inauguración del Consejo de Europa.
Visitaba campos de concentración, arengaba a los prisioneros, y mientras la contienda mundial fue favorable al Eje se convirtió en su condecorado y fiel vocero. Incluso, intentó alistarse en la División Azul. Visitó Italia y Alemania (1941), en donde gozó del favor de Goebbels, a quien expresó sus más absurdas propuestas a fin de restaurar el Imperio Hispano-austríaco: ¡Conquistar a los jesuitas para la causa nazi y casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler!

Un exaltado
Sus artículos en la Revista de Estudios Políticos, en Arte y Ensayo, en La Estafeta Literaria, en Vértice y en otras revistas y periódicos, eran exultantes y exaltados.
Amor a Cataluña (1942), discurso fascista anticatalán inició una larga serie de libros similares, siendo el más importante. Un curioso opúsculo referente a nuestra región, Afirmaciones sobre Asturias (1945), lo dedicó a Nenuca Franco y Polo. En la primera parte realiza una “revisión militante de España” e intenta buscar el significado español de Asturias, concluyendo que “Asturias es la montaña: puesta por dios allí como guía caudillal de nuestro destino. Para salvar siempre a España”, y en la segunda nos presenta, en su centenario, un Jovellanos reaccionario -rescatado del “más desolado siglo de nuestra historia: el XVIII”-  efectuando un peculiar análisis del Mensaje a Ernesto, para intentar terminar con el “falso mito de una  Asturias como soviética a lo largo de los años”.
Recorrió la península con su pluma y su palabra, pero ya sin adhesiones y desengañado. “Estamos contra nuestro padres, al lado de nuestros abuelos”. Giménez Caballero miraba hacia américa. La “neutralizada España” había sido entregada a “los vecinos de nuestro vecinos”, se deshispanizaba.
Puede decirse que después de 1945, tras haber colaborado en la propaganda franquista, fue condenado por su carácter contradictorio y su apuesta por la obra de vanguardia. Su efectivo ostracismo político comenzó tras publicar un artículo (primavera del 43) sobre la matanza de Katyn, que incordió al Ministerio de Asuntos Exteriores y llegó a poner difíciles las relaciones con los aliados. En marzo de 1947 Franco anunciaba la ley de Sucesión. Para un furibundo opositor a la restauración monárquica, aquello era un ladrillazo. “Habíamos ganado la guerra y estábamos perdiendo la victoria”.
En un futurista prólogo a su obra Don Ernesto o el Procurador del Pueblo en las Cortes Españolas (1947) se decía a sí mismo que “desde 1942 en el ánimo de don Ernesto se inició una evidente crisis” y, al final del libro, expresaba su voluntad de ir al nuevo continente. Se preguntaba: “¿Qué pasa en América?” y se respondía: “Qué en américa empieza, ¡por fin! A amanecer…”. Es la época de la tertulia en el Café de Levante, desde la que iniciará la reivindicación de los libertadores hispanoamericanos.

Un documento inédito
De aquella época es la interesante carta inédita, significativa de su situación, que damos hoy a conocer. Está dirigida a Ruiz-Giménez, hombre de máxima confianza de Martín Artajo, encargado del Monasterio de Asuntos Exteriores. En ella reitera su deseo de ir a América y culpa de sus males en España a la… ¡Masonería!, preocupación obsesiva del régimen.
Ruiz Giménez en Tarragona (1953)

Madrid, 1 de julio de 1947
Excmo. Sr. D. Joaquín Ruiz-Giménez
Madrid

Querido Joaquín:
He recibido tu cariñosa carta en la que me esperas e invitas a verte. Pero como lo que debo decirte quisiera fuese con calma y ésa no la disfrutas entre urgencias y teléfonos, prefiero depositar por escrito estas palabras, no sólo para que tú las leas sino para que puedas dar de ellas conocimiento  -si lo crees oportuno-  a tus superiores que son los míos.
Dejemos ahora lo de mi filme sobre Cervantes en su calvario dolorosamente cervantino y vengamos a mi posibilidad de ir a América en esta coyuntura cada vez más favorable a España.
Me dices que necesito ser invitado desde allí. Si en eso reside la dificultad pronto recibiré invitaciones de Chile, Nicaragua, México y Argentina. Yo no dudo de América. De lo que dudo es de España. De que España -concretamente este régimen-me ofrezca algo con que premiar mis pasados servicios a él (que no he de pasar cuenta, como hacen tantas almas vulgares) sino por los grandes servicios, y grandes, que aún puedo prestarle y precisamente en América. Tú sabes perfectamente que desde 1928 en que lancé los primeros gérmenes espirituales de nuestro Movimiento yo no he dejado un instante de darle toda mi fe y en casos que conoces: mi hacienda y mi vida. Con un signo católico tan desde origen que está impreso en mi Genio de España (1932) y reconocido por la Iglesia. Hasta el punto que por ello tuve serias discrepancias con la Falange en una polémica famosa en torno al pobre Laborda (que en paz descanse). Tras La Conquista del Estado y las JONS hice la Unificación con FE y tas ésta, con los tradicionalistas. (Pregúntaselo a Serrano Súñer si se me debe algo en este sentido). Con mi pluma  -desde el famoso libro sobre Azaña hasta este Procurador del Pueblo que saca EPESA-  he venido justificando la figura del Caudillo dándola el único sustentáculo espiritual, serio e histórico de nuestro actual pensamiento político. He hecho la guerra como militar. He hecho una obra literaria, pedagógica y política como quizá ningún otro de mi generación. N tenía el gran Maeztu  -mi maestro-  tanto bagaje cuando don Miguel Primo de Rivera, providente y generosamente, le hizo embajador en Argentina para que así lograse su Defensa de la Hispanidad. La República honró a sus hombres con cargos y funciones, sin que esos hombres muchas veces se lo merecieran. Claro que este régimen ha sabido honrar por ejemplo a espíritus como el de Alfaro o el marqués de Valdavia. Pero yo sólo he de ocuparme ahora de mi propio Memorial y no del de los demás, en este país de memoriales, donde todo se olvida. Este régimen, salvo mi antigua Conserjería [sic] Nacional y ahora mi Procuraduría, no me ha concedido nada. No sólo eso, sino que ha permitido que se me insulte públicamente y ha evitado mi defensa, no obstante las últimas palabras del Caudillo de que no tolerará difamaciones ni injurias. ¿Es que el Caudillo no me estima? Tengo pruebas de que me quiere. Directas e indirectas. Y razones tendrá para ello. Y ¿entonces qué hay detrás de mí siempre? ¿Y la Iglesia? Tengo la bendición particular de Su Santidad y altísimas amistades que me honran benditamente por reconocer a cuantas mentes intelectuales descarriadas he dado sano ejemplo. ¿El Ejército? Soy su cantor y el que arrastró con más fuerza a las juventudes pacifistas y liberales al ideal guerrero. ¿La Falange? Se me tiene por haber iniciado el falangismo y ser su apóstol. ¿Los anglosajones? Hace poco en Pontevedra Mr. Starkie dijo públicamente que había sido yo un valiente por mi Carta a lord Holland y se me ofreció y se me ofreció para lo que gustase de Inglaterra. Norteamérica sabe que soy de los pocos españoles actuales que he merecido un estudio de sus universidades y en cuanto quisiera reanudaría mi colaboración en sus revistas interrumpida por la guerra.
Sólo cabe pensar en la verdad: la Masonería. Cuya influencia en España cada vez es más decisiva. ¿Tendré que recurrir a Israel  -que estudié y recorrí profundamente-  para que me auxilie en un país que se dice católico?
Yo sé que iré a América, a esa América donde hay grupos de jóvenes como me acaba de decir Foxá, por ejemplo en Colombia, que tiene de texto mi Genio de España. Pero ¿tendré que ir de emigrante? Porque si nuestro Estado me manda ha de ser con la dignidad que corresponde a un fundador suyo como soy yo y no de los menos eficaces. Tengo en mi vista la carta de Serrano Súñer a raíz de formarse el Gobierno de Burgos tras el Secretariado Político del que formé parte: “Aquí tiene usted lugar. Si no se le ha llamado ya ha sido porque en conversaciones con quién está más alto se creyó conveniente llevarle a la representación exterior”. Entonces no me interesaba tanto. Tenía que hacer cuanto hice que fue mucho, más de lo que puedes figurarte. Ahora sí mi interesa. Por razones funcionales, eficaces, hispánidas. Y hasta familiares. Sabes que tengo una aureola en nuestra América entre las nuevas promociones. Sabes que muchos exiliados antiguos, antiguos profesores o compañeros míos, me respetan y siguen leyendo. Que sé hablar con ímpetu y precisión a masas y minorías. Y escribir para ambas. Que he cuajado desde hace en los pocos europeos de exportación en nuestra tosca Iberia. Que mi hija mayor, que habla cinco lenguas, va a ser una de las primeras licenciadas de la rama de América. Que mi discreción y disciplina ha sido y es absoluta de alma religiosa y militante. ¿Qué se opone  -pues-  contra mí? Yo no veo más que una fuerza secreta más fuerte que nuestra católica. Y adivino  -conozco-  además sus representantes más o menos directos aquí, sus nexos y enlaces y sus actuaciones, dando el pase a fulano y mengano. ¿Es que será preciso pedirles ese pase?
Yo no renunciaría a ese viaje que creo decisivo en mis servicios de español si aquí se me utilizase en algo más que seguir limpiando mocosuelos de Bachillerato. Pero veo que ni en la Universidad, ni la Academia, ni tu Instituto ni el de Cultura Hispánica, ni la prensa me llaman para nada.
Las cosas hay que plantearlas así. Y resolverlas. Y si no se resuelven, tirar por otro lado directamente.
Un fuerte abrazo de tu grande y grato amigo.
Ernesto Giménez Caballero

P.D. / Mi mujer y mi pequeña se marchan a… y yo pienso irme con la mayor en agosto, si no me mandan cosa alguna. Iré a ver cómo arraiga la revolución sobre ese reblandecido continente.


Publicado en el suplemento DOMINGO de La Nueva España (Oviedo), 13 de mayo de 1990, pp. XII-XIII
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miércoles, 29 de septiembre de 2010

España en Indias: luces y sombras *

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LA LEYENDA NEGRA
Miguel Molina Martínez
Ed. Nerea. Madrid.1991. 317 pp.
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Jesús Mella
Si cinco eran las Reflexiones imparciales sobre la acción de España en América a las que reducía su obra el abate Juan Nuix  -en época de Carlos III-  para ilustrar las exageraciones de Robertson y Raynal relativas a los conquistadores españoles, cinco son también los capítulos en los cuales el profesor titular de Historia de América de la Universidad de Granada, Miguel Molina, revisa históricamente, a la luz de las últimas investigaciones y controversias de americanistas españoles y extranjeros, la etapa colonial española.
Si el abate Nuix dirigía su obra contra los pretendidos Filósofos y Políticos; Molina, con una óptica rigurosa en los planteamientos y una exposición desapasionada de los juicios contrapuestos que el tema vuelve a suscitar a ambos lados del Atlántico con motivo del Quinto Centenario, desenmaraña mitos y leyendas y pone en su sitio a los apologistas de un signo y de otro que se apasionan  -en muchas ocasiones sin rigor científico-  por la Historia de América como simple pretexto para fines interesados, generalmente hipotecas ideológicas.
El libro, no dirigido exclusivamente a formados en el tema, es ameno de principio a fin y oportuno, porque sitúa en sus justos términos los asuntos más candentes y polémicos que en los diferentes sectores ha despertado 1992 como fecha conmemorativa. El autor, en un ejercicio de honradez intelectual, se distancia de unos y otros con el objetivo de proporcionar al lector un punto de partida para acercarse a las cuestiones controvertidas, persuadido de que tanto la leyenda negra como la leyenda rosa son una verdad a medias.
En el primer capítulo traza un bosquejo de la evolución de la leyenda negra y sus estudios recriminatorios, con especial referencia a su vertiente americana, destacando la carga ideológica que subyace en el fenómeno y cómo fácilmente puede ser utilizado con fines partidistas. En el segundo selecciona tres aspectos polémicos  -la conquista, la evangelización y la caída demográfica-  desde sus diversos enfoques historiográficos para que el lector tome conciencia de la complejidad inherente a cada uno de ellos, de sus diferentes interpretaciones y de su facilidad para reactivar disputas legendarias. La misma pretensión persigue en el tercer capítulo, en el que aborda otro frente de batalla tradicional: el concepto de indio y su evolución hasta las autodefiniciones actuales que, con un matiz reivindicativo, los propios indígenas nos ofrecen (indigenismos colonial, republicano, moderno e indianismo). En el cuarto se hace eco de la disputa terminológica que en diversos ámbitos viene enfrentando a los partidarios de una y otra etiqueta en el intento de definir apropiadamente el significado histórico de la mítica fecha de 1492. En el último  -epilogal-  recapitula lo esencial, rechazando las posturas simplistas, la descalificación apriorística y el panegírico altisonante  -y por tanto la leyenda negra-  recomendando una mejor difusión y divulgación de los trabajos históricos para desarraigar los tópicos y deseando que la efemérides próxima sirva al menos para la reflexión y el análisis autocrítico de un proceso trascendental que comenzó hace medio milenio.
No menos importante que la parte ensayística es la selección de textos que a modo de apéndice ocupa la mitad del libro y facilita la lectura directa de autores representativos y temas que Miguel Molina desarrolla: Revisión de la leyenda negra (Keen, Hanke), sus orígenes (Las Casas, Paulo III, Sepúlveda), la visión desde el siglo XX (Juderías, Carbia, Powell, Madariaga, Gibson, O. Paz, Uslar Pietri) y el sentimiento indígena (manifiestos de diversas organizaciones). Una sugerente bibliografía de carácter orientador cierra esta obra, que por su oportunidad, rigor y claridad es, sin duda, una conveniente brújula frente a maniqueísmos, demagogias, retóricas, parafernalias y pretextos de todo tipo que hoy más que nunca se suscitan.

*  Publicado en el suplemento Cultura (La Nueva España), Oviedo, 17 de mayo de 1991, p. 51
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domingo, 26 de septiembre de 2010

El amargo sabor del azúcar



 
 
 
Sarah Álvarez de Miranda
El amargo sabor del azúcar. Recuerdos de Cuba (1956-1960)
BIBLIOTECA NUEVA
Madrid, 2010, 96 pp.
12 Euros

 
Índice

- Introducción
- 1956. Mi nueva familia cubana
- Levantando la piel del país
- Tensiones e ilusiones
- 1957. Dejando volar los recuerdos
- 1958. Tambores en la Sierra
- 1959. La Parusía
- Lo que va quedando en la orilla
- 1960. El lobo del azúcar
- En el jardín de las orquídeas
- Fiesta en el Country
- Con el alma deshabitada
- La eterna mutabilidad de la existencia

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Retrato de la autora por Juan Mirasierras
(Portada de Gran Mundo, septiembre 1956)
En El amargo sabor del azúcar, Sarah Álvarez de Miranda nos muestra, como en sus obras anteriores, una versión lúcida de los hechos que ha vivido. En este caso, se trata de sus experiencias en La Habana que precedió  a la Revolución castrista, a la que había llegado, según sus propias palabras, "cuando un sí matrimonial me llevó a ella como nos lleva el viento del destino, hojas nosotros mismos en el gran árbol de la vida". Relata cómo la revolución se fraguó lenta pero inexorablemente a la sombra de una sociedad que sólo demasiado tarde se percataría de sus errores, que vivía lúdicamente en la periferia de las cosas, y en la cual los problemas menores cobraban visos de tragedia, como cuando dos damas acudieron  a la misma fiesta con idénticos vestidos...
Julio Lobo (1898-1983)  [Archivo familia Ryan Lobo]
Revisten especial interés los capítulos en que nos habla de su encuentro con Fidel y con el Che, o de su amistad con Julio Lobo, el rey del azúcar. Son datos frescos, llenos de vida, y no fósiles sacados asépticamente de las hemerotecas. También hay que destacar el cariño con que nos habla del pueblo llano, de su cubanía y su inmensa alegría de vivir, característica de la que también participaba la alta sociedad, en buena parte debido a la embriagadora geografía de la isla. A la tolerancia de los de arriba respondía el descaro de los de abajo, quitando hierro al antagonismo clasista.
Estamos ante un libro atípico y ante el cual es difícil quedar indiferente. Sarah Álvarez de Miranda nos deja ver como las cosas, los hechos tienen más de una mirada.


Julio Lobo
Videos época

Curiosa foto de Fidel Castro en aquella época. Nótese la mandíbula inferior desencajada
y la botella de Coca-Cola sobre la mesa  [Archivo Jesús Mella]

sábado, 25 de septiembre de 2010

Antonio L. Oliveros: el periodismo decente

Mini-Ciclo de Conferencias y Día de la Libertad de Expresión
Centenario de la Asociación de la Prensa de Oviedo
“Recuperación de la memoria”  

Aula Severo Ochoa del edificio histórico de la Universidad de Oviedo
29 de abril de 2010 (19:00 horas)  


Jesús Mella

Celebra la Asociación de la Prensa de Oviedo  -que es la de Asturias-  su centenario, y lo celebra coincidiendo con el denominado Día Mundial de la Libertad de Expresión y de Prensa, instituido por la Asamblea General de la ONU el día 3 de mayo de 1993. Con tal motivo, su junta directiva ha tenido a bien organizar un mini-ciclo de conferencias dedicado a cuatro ilustres personajes insoslayables en el periodismo asturiano. Aunque con trayectorias bien diferentes, los cuatro han padecido la mordaza y las presiones del poder en diferentes momentos, y los cuatro han dejado para la posteridad su ejemplo y su obra, un legado de valentía y firmeza a la prensa asturiana y española. Durante mucho tiempo han estado arrinconados en el olvido, que nunca es justo ni piadoso.
Tres de ellos estuvieron vinculados al socialismo astur y en algún momento formaron parte de la redacción de Avance: Ovidio González Díaz (más conocido por Ovidio Gondi), Javier Bueno Bueno y Juan Antonio Cabezas Canteli; el cuarto, el más veterano, al republicanismo reformista de Melquíades Álvarez y a su diario oficioso El Noroeste: Antonio José López-Oliveros Fernández, de quien nos vamos a ocupar.
Es, en este momento, cuando quiero dar las gracias a la Asociación de la Prensa, representada por su presidente, don José Antonio Rodríguez Fernández-Bron, no ya por permitirme dirigirles la palabra sino por glosar la figura de un hijo ilustre de Puerto de Vega, al que he dedicado mucho tiempo en el intento de rescatar su biografía, de integrar al personaje en el contexto de una época. Y en tal tarea seguimos.
Antigua sede de El Noroeste de Gijón
 (Foto 2001, Jesús Mella)
También por el marco elegido, el viejo caserón de la Universidad de Oviedo que, tras el 98,  se convirtió “el centro docente de mayor relieve intelectual de España”  -en palabras del propio Oliveros-   y supo moldear el espíritu del pueblo, dotarle de una cultura y capacitarlo para ulteriores empresas de ciudadanía; esfuerzo llevado a cabo por la Extensión Universitaria,  aunque no sólo por ella.
Hasta hace bien poco el nombre de Antonio L. Oliveros no decía nada a casi nadie; su labor en la dirección del diario gijonés El Noroeste y sus libros tampoco habían sido bien ponderados. Incluso, se le confundía y se le sigue confundiendo con el médico y bibliófilo Antonio García Oliveros, también de Navia, y seguramente emparentado en el tiempo. Pero, poco a poco, el gremio de historiadores y estudiosos de las cosas de Asturias ha ido librándolo del anonimato.
Y es que, sin duda, su libro Asturias en el resurgimiento español. Apuntes históricos y biográficos (editado en Madrid en 1935), es fuente básica -aunque desigual-  para conocer los entresijos económicos, políticos y sindicales de Asturias; un esclarecedor testimonio sobre el primer tercio del siglo pasado, pues arroja luz y suscita reflexión para comprender nuestra historia. Obra de una riqueza interpretativa y de información todavía no superada en muchos aspectos, aunque simplemente sea para la discusión o el disentimiento.

Efectivamente, dicho libro  –que podemos considerar una primera entrega de sus memorias-  es prácticamente un auténtico trabajo de historiador; fundamenta todas sus aseveraciones y redacta con la memoria sosegada. Lo que cuenta lo conoce de primera mano. No es extraño, pues, que haya merecido otras dos ediciones. Una en la “Colección Reconquista”, dedicada a recuperar libros de Asturias, con la novedad de que lleva un pertinente prólogo de Manuel Tuñón de Lara y unos índices muy oportunos, y otra más  -con las novedades incorporadas-  en la colección “Biblioteca histórica asturiana”, publicada con motivo de la conmemoración del VI Centenario de la institución del Principado de Asturias. Las dos ediciones, facsímiles de la de 1935, fueron impresas por el editor Silverio Cañada de Gijón (1985 y 1989).

Y pese a ser un hombre de grandes cualidades, pese a ser uno de los grandes del periodismo regional y, probablemente, el mejor memorialista asturiano del pasado siglo, pues Oliveros fue un testigo excepcional y protagonista de hechos que marcaron un época; pese a lo dicho  -repetimos-  su figura fue desacreditada entonces en determinados círculos  - a izquierda y derecha-  e injustamente olvidada después, cuando de ninguna manera merece ser excluida de lo que se ha dado en llamar “memoria colectiva”, concepto envuelto hoy en una gran confusión por su utilización como arma de combate político.
Hijo y nieto de significados republicanos de Navia, Antonio L. Oliveros nació republicano. Vino al mundo en Santa Marina de Puerto de Vega (Navia) el día 6 de septiembre del año de 1878. Tuvo cuatro hermanos, uno de los cuales murió pronto. Como tantos otros del occidente asturiano, para librarse del infortunio emigró a Cuba en 1885, siendo un niño, y allí pasó sus años mozos. Huérfano de madre y distanciado de su padre, que siendo viudo le había llevado a La Habana, fue acogido por el pintor cubano José Miguel Melero Rodríguez (Miguel Melero, el Viejo), de la Real Academia de Pintura y Escultura de San Alejandro,  quien le inculcó la virtud del estudio y le formó culturalmente.
En La Habana llevó una vida triste y desdichada, circunstancia que contribuyó a formar su carácter: reservado, sobrio, trabajador, íntegro, exigente, desafiante incluso. En la capital cubana se empleó en muy diversos oficios.
Habiendo ingresado en uno de los batallones del Cuerpo de Voluntarios, con el objetivo de quedar redimido militarmente tras cuatro años de servicio, estalló sorpresivamente la guerra en 1895. Es llamado entonces para ser movilizado y, a pesar de su metro sesenta centímetros, se le dijo que  tenía “un pecho lo suficientemente ancho para recibir metralla”. Así, a los sones de la “Marcha de Cádiz” y con la mochila al hombro, se vio pronto por los campos de Cuba adelante, hecho que marcó su vida para siempre.  Tenía 16 años.
Fue en su primer destino, en el paradero de Govea, un lugar sobre la vía férrea que de La Habana conduce a Pinar del Río, donde estuvo catorce tediosos meses en un fortín, y donde conoció a un movilizado cubano que publicaba sus informaciones en los diarios de La Habana. Con él trabó amistad y fue iniciado en las tareas periodísticas. A este cubano se debe que Oliveros despertase a la afición de escribir. Años después, los periódicos de La Habana publicarían sus primeros artículos.
En la guerra de Cuba  -donde un ataque de paludismo casi le siega la vida-  tuvo la oportunidad de conocer de primera mano la muerte del militar y patriota cubano Antonio Maceo, cerca de la trocha de Mariel a Majana; y la gesta de Eloy Gonzalo, héroe de Cascorro, en la provincia de Matanzas.  Su hermano Manuel López Oliveros morirá en combate de un balazo.
Terminada la contienda, que acabó siendo internacional por la intervención de Estados Unidos, Oliveros fue desmovilizado y no se acogió a la nacionalidad cubana. Con veinte años de edad se entregó a los estudios y al trabajo, fuese el que fuese. Hizo sus primeras armas periodísticas en una revista gallega que se publicaba en La Habana, colaboración que se extendió al Diario de la Marina, a El Comercio, al Diario Español  –que dirigía Adelardo Novo Brocas-, a todas las revistas que se publicaban en Cuba, y a los periódicos republicanos de Navia (Asturias): El Porvenir Asturiano y su continuador El Avance Asturiano.
El Diario de la Marina estaba dirigido desde 1895 por el villaviciosino Nicolás Rivero Muñiz, defensor siempre de la causa de España y, tras el 98, de la convivencia entre los cubanos y la colonia española. Oliveros lo había conocido en 1892, a raíz de una manifestación estudiantil.
Tras una fase de añoranza, poseedor ya de unos ahorros, en abril de 1907 Oliveros embarcó hacia España. Desde el puerto de La Coruña se dirigió a Navia, donde se encontró con que su padre había sido enterrado hacía una semana, tras llevar diez años en la Península, de regreso de Cuba. Parte de los ahorros de su padre se habían esfumado misteriosamente, pues ciertas personas se beneficiaron de la herencia. Fue entonces cuando conoció a la familia Calzada, de acrisolado republicanismo. Tras tres meses de estancia, y solucionados los problemas familiares,  regresó a La Habana.
En ese instante, sintió la ambición del dinero y se dedicó a la especulación de la compra-venta de terrenos en los suburbios de la capital cubana. Así mismo, conoció en La Habana a Vicente Loriente Acevedo, que atravesaba por un mal momento en los negocios. Pero al poco, Oliveros enfermó de gastritis y retornó a Navia en 1909, con la única finalidad que la de recuperar su salud. Permaneció unos meses.
A principios de 1910 se enteró, por un cablegrama publicado en el Diario de la Marina, que Carlos Fernández Calzada había lanzado la idea de erigir una estatua en Navia al poeta Ramón de Campoamor, y se propuso secundar la iniciativa en Cuba. Y al poco, regresó a Navia  -por tercera vez-  para aclarar dudas y encauzar el asunto. Recorrió Asturias al objeto de recaudar fondos y, estando en ello, en el verano de 1912 conoció en Gijón a Melquíades Álvarez, afiliándose luego al Partido Republicano Reformista. En otoño de 1912 llevó la suscripción a Madrid, entrevistándose con diversas figuras de la política española. Hubo de enfrentarse a los hombres de la iglesia naviegos, que se oponían a que el poeta fuese homenajeado.
Tras participar activamente en la inauguración del monumento a Campoamor (19 de agosto de 1913), cuya inauguración resultó en extremo polémica a causa de si debía tocarse o no el “Himno de Riego”, regresó por un corto tiempo a la Gran Antilla a fin de arreglar asuntos particulares. Desde Cuba realizó una campaña periodística a favor de la construcción del llamado ferrocarril de la Costa, entre Gijón y El Ferrol, una de las campañas que más le apasionaron durante toda su “romántica” vida pública.
A la vuelta, en 1915, se instaló en Gijón, donde realizó diversas tareas de compromiso social, al tener que distribuir varios legados testamentarios de su amigo Laureano Suárez Pérez, que se había suicidado a orillas del río Piles. Siguió con sus colaboraciones en la prensa asturiana, en El Noroeste principalmente, diario al que había remitido algunas colaboraciones desde 1910.
En julio de 1917 fue nombrado, de forma sorprendente,  director de El Noroeste de Gijón   -“sacrificio romántico”, según ha dejado escrito-  en disputa con cuatro aspirantes: los hermanos Gil y José Fernández Barcia, Pancracio García López y Fernando García Vela, que era funcionario del Cuerpo Técnico de Aduanas. En realidad Oliveros tenía el propósito de reintegrase a la vida cubana, pero ante la insistencia de los dueños del periódico, de sus amistades  -Rosario de Acuña, principalmente-  y de Melquíades Álvarez, aceptó el compromiso.
Sucedía al abogado madrileño Rafael Sánchez Ocaña, con quien había compartido la dirección durante unos meses. Atrás quedaban Benito Delbrouck, Diego Nava, Dionisio Pérez, Miguel Adellac, José Gaos Berea, y otros; periodistas de cierto prestigio que cumplieron una importante función agitadora, manteniendo vivo  -en líneas generales-  el originario radicalismo democrático de El Noroeste, fundado el 11 de febrero de 1897 por conspicuos repúblicos gijoneses; fecha, por cierto, en la que se conmemoraba el 24º aniversario de la proclamación de la Primera República en España. El control empresarial de El Noroeste estaba, entonces, en manos de un grupo de americanos y melquiadistas gijoneses, que lo habían adquirido a la Sociedad Editorial Española, llamada “el Trust”,  propietaria desde 1908. El consejo de administración lo presidía Joaquín Menchaca Salgado.
Sobre su llegada a la dirección de El Noroeste nos dejó escrito unos párrafos inéditos, que es difícil no sustraerse a citarlos en su integridad. Dicen así: “Hasta 1916 no había tenido yo con el periodismo otra relación que mis colaboraciones. Desconocía el desenvolvimiento interno de la profesión. Al entrar de lleno en ella, me sorprendieron sus características peculiares. No era ya ni dejaba de serlo el periodismo romántico de nuestro siglo XIX. Ni el empresarial del XX. Era como una mezcla de lo primero y de lo segundo. Y un anticipo de su industrialización futura. Sin embargo, el periodismo asturiano de los tiempos a que me refiero reflejaba fielmente varios aspectos tradicionales: abnegación, espíritu de aventura, sacrificio y vicio; una fotografía representativa del medio ambiente social circundante. Mi concepción del periodismo era la de un instrumento difundidor de ideales, de cultura, de educación social y propulsor de progreso. A la vez un guardián de la dignidad colectiva. Quienes hayan desempeñado un cargo directivo en el periodismo de mi época conocen la grave responsabilidad moral que ello implicaba. Un periodismo libre puede hacer mucho bien a la sociedad, al Estado y a los individuos y también mucho mal. No importan las leyes que regulen su actuación. A pesar de esas leyes el periodismo libre goza de una omnipotencia sin más limitación que el sentido de la responsabilidad moral de quien lo ejerce. /  En Asturias, tierra de personas inteligentes, de grandes mentalidades universitarias, el periodismo de entonces no se distinguía por una gran elevación de cultura. Era libelístico en su forma y fondo, hasta en el estilo humorístico y en el pretenso doctoral ex-cátedra. Cierto que en el personal subalterno había valores que pudieron revelarse tan pronto se les dio ocasión. Y que pasaron a primera fila con una significación de alto prestigio. Ellos enaltecieron años adelante al periodismo asturiano. Me propuse que aquel libelismo de plazuela, que en vez de educar, prostituía las costumbres, que en vez de instruir, embrutecía, desapareciese. En parte lo conseguí. […] Me propuse un periodismo docente y decente y creo que llegué a su realización posible”.
Desde el puesto de director, Oliveros intentó siempre un periodismo de altura al servicio de la sociedad asturiana y de la clase trabajadora, impulsando una información obrerista  -a veces únicamente insinuada-  y cultural. Se propuso, y lo consiguió, que El Noroeste fuese un periódico que se publicaba en Gijón para toda Asturias, con especial incidencia en las cuencas mineras. En ese sentido, memorables fueron sus campañas sobre el denominado “problema hullero” y en favor de los derechos laborales de los trabajadores de las minas.
Lo primero que tuvo que hacer fue enfrentarse a una huelga del personal obrero de El Noroeste, que era azuzada por la competencia y que había provocado la dimisión de Rafael Sánchez Ocaña. Y salió triunfante.



Redacción de El Noroeste sobreimpresa sobre el ejemplar del 11 de julio de 1923

En ese mismo año de 1917, Oliveros tomó parte en la convocatoria de la huelga general de agosto. Convirtió su despacho en un centro de conspiración, y él mismo fue el enlace entre la dirección del movimiento    -Melquíades Álvarez, que era aconsejado por un Pablo Iglesias enfermo-  y las masas. A Oliveros la huelga le sirvió de mucha experiencia para conocer el percal, para iniciar la preponderancia política y social de El Noroeste en Asturias, aunque también marcó el fin de la carrera republicana del tribuno gijonés.
Periodista insobornable y batallador como pocos, labrado a sí mismo en el difícil mundo de la emigración y las guerras coloniales, hizo de El Noroeste una especie de universidad popular, un espacio de civilidad, incorporando redactores con futuro, entre los que sobresalían Fernando García Vela, Ovidio Gondi y José Díaz Fernández. Igualmente, formaron parte del plantel: Ignacio Lavilla Nava  -significado antisocialista en esa época-, Benigno Fernández Mar y Rafael González Díaz, administrador del diario y a la vez cronista deportivo, que popularizó el pseudónimo Refala. Alguno de los cuales pasaría luego a otros diarios; en el caso de Fernando García Vela, después de ser despedido por desleal, tras una serie de encontronazos con Oliveros. Un desencuentro que duró toda la vida.
También prestigió el diario gijonés con una nómina de destacados colaboradores: Miguel de Unamuno, Luis de Zulueta, Eduardo Gómez Baquero (Adrenio de pseudónimo), Gabriel Alomar, Luis Araquistáin, Augusto Barcia Trelles, Gabriel Miró, Roberto Castrovido, Ramón Pérez de Ayala, Antonio Espina, Luis Bello, Rosario de Acuña Villanueva  -gran amiga de Oliveros-  y Marcelino Domingo, entre otros. Dio entrada, también, a la juventud asturiana: Mariano Merediz, Wenceslao Roces, José Loredo Aparicio, Dionisio Morán Cifuentes y Manuel Pedregal Fernández.
Igualmente, contó con una colaboración internacional, en combinación con La Vanguardia de Barcelona, integrada por los estadistas más  famosos de la época. El Noroeste acabaría, así, convirtiéndose en un referente del republicanismo democrático a escala nacional.
A Oliveros se le ocurrió crear una sección de crítica política diaria, firmada por un pseudónimo compuesto con letras de los apellidos de Valdés Prida, redactor-jefe, de García Vela y suyo propio: “Priovel”; con dicho acróstico perseguía dos objetivos: eliminar a Valdés Prida  -violento y desmandado de lenguaje-  de las polémicas con Adeflor (Alfredo García García), y de elevar el nivel cultural y moral de las controversias con El Comercio, fundamentalmente. De tal sección encargó a Fernando García Vela, que acabó siendo chantajeado  -en lo personal y familiar-  por el ex alcalde Arturo Rodríguez Blanco, renunciando entonces García Vela a seguir con sus comentarios políticos.
En fin,  El Noroeste se tornó en uno de los mejores diarios de España  -no es una exageración-  y fue una valiosa cantera y escuela de periodistas en aquel periodo intenso y acelerado de cambio y conflicto, en el contexto de una Europa sacudida por guerras y revoluciones que se van sucediendo sin apenas tregua.
Además, Oliveros, que siempre actuó con un talante liberal que no se ciñó estrictamente al terreno de lo ideológico, preconizó -sin dejar de ser anticlerical-  el respeto a la libertad de conciencia en el ámbito religioso, y se afanó por civilizar las luchas del partidismo político en Asturias, permitiendo la colaboración de los marxistas-leninistas  -aunque Oliveros era crítico con las teorías de Marx- en las páginas del periódico, circunstancia que supuso el distanciamiento con el líder minero Manuel Llaneza, a quien siempre había ofrecido las páginas del diario, amén de exaltar su honradez como sindicalista.
También intervino, en diferentes ocasiones, en evitación de que José María Martínez, apartado Eleuterio Quintanilla Prieto de la lucha activa, pudiese arrastrar tras de sí a la nueva juventud sindicalista por la senda de la acción directa y la guerra social.
Por otra parte, sobrellevó el acoso implacable de la Asociación Patronal gijonesa, con el joven Enrique Cangas García al frente, quien quiso someter El Noroeste al bando patronal, tratando de arruinar el diario reformista con boicots. Tildaba a Oliveros de sindicalista, por el trato preferencial que daba en el diario a Eleuterio Quintanilla y los suyos. Eran aquellos días de luchas obrero-patronales violentas, donde se incitaba al atentado personal.
Desde el puesto de director intervino, con sus notables campañas, en las victorias electorales republicanas y de izquierda, participando él mismo  -no sin serios problemas y jugándose muchas veces el tipo-  de forma activa en la vida política regional, aunque nunca ocupó cargo alguno de cierta significación. Notorias fueron sus intervenciones  -algunas accidentadas-  en las campañas electorales en el occidente astur, ya durante  la primera etapa republicana.
Valdés Prida por Marola
En abril de 1925 propició vivamente en la constitución de la Asociación de la Prensa Diaria de Gijón  -¿una refundación de la creada en 1910?-, tras una reunión celebrada por los periodistas locales en los salones del Círculo Mercantil. La Asociación quedó incorporada a la Federación de Asociaciones de la Prensa de España, radicada en Madrid, y que, como ellas, perseguía fines esencialmente mutualistas (la creación de un Montepío), como consta en los correspondientes Estatutos aprobados por el gobernador civil de la provincia. Por los asistentes fue designada la siguiente junta directiva: presidente, José Valdés Prida; secretario, Armando Fernández Buelta; tesorero, Agustín Arias Carreño; y vocales: Ignacio Lavilla Nava y Eduardo Prieto Menéndez.
Oliveros conspiró de forma pública  –de palabra y obra-  contra el régimen alfonsino y la Dictadura de Primo de Rivera, primer intento de españolización “autoritaria” de las masas. Junto con el abogado Mariano Merediz Díaz-Parreño se encargó de reproducir “clandestinamente” las Hojas Libres, panfleto revolucionario que se editaba originariamente en Hendaya (Francia) por parte de Miguel de Unamuno y Eduardo Ortega y Gasset. El trabajo lo realizaba en una imprenta de Villaviciosa un tipógrafo enviado a la villa por Antonio L. Oliveros, quien se encargaba de recaudar fondos en la región para atender los gastos de  dicha publicación y para la manutención del catedrático de Salamanca. El propio Oliveros se desplazó a Francia en 1929 para encontrarse con Unamuno, acaso la figura más representativa de la psicología trágica española.
El periodista de Puerto de Vega fue igualmente el artífice de algunos homenajes que se celebraron en Gijón a distinguidas personalidades que combatían al régimen: Fernando de los Ríos, Luis Jiménez de Asúa, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Gregorio Marañón, que desde entonces le dispensó una amistad que sólo se interrumpió con la muerte del médico humanista en 1960.
También denunció el colaboracionismo de algunos dirigentes del socialismo asturiano, y del Sindicato Minero Asturiano, con el régimen primorriverista. Dirigentes que aspiraban a pescar en el estanque de las actitudes paternalistas e integralistas de la Dictadura mediante su presencia en los comités paritarios creados por el nuevo régimen, mientras Francisco Largo Caballero aceptaba ser consejero de Estado. En palabras del propio Oliveros, el dictador “trató de organizar dos partidos únicos: el de la Unión Patriótica y el Socialista, como si quisiese elevar al plano estatal la lucha de clases, y fracasó, naturalmente”. La llegada de Primo de Rivera, en cambio, significó un rudo golpe para la CNT, que fue puesta por varios años fuera de la ley.
Aunque no tiránica, la Dictadura coronada fue opresiva. La actitud de Oliveros ante tal estado de cosas fue siempre de franca oposición y como consecuencia de ello, de su compromiso permanente con la verdad, con la independencia profesional y la salvaguardia de las libertades, sufrió procesos judiciales, multas gubernativas, suspensiones del periódico y destierro. Una persecución sin tregua. Fue el precio que hubo de pagar.
Aunque ligado a un partido que poco a poco se iba apartando de sus convicciones políticas personales, pero en el que se creía obligado a permanecer para intentar mantenerlo  -en la medida de sus posibilidades-  dentro del ideario fundacional del posibilismo reformista,  y también por devoción a Melquíades Álvarez, se entregó de lleno  -sin embargo-  a la actuación revolucionaria y a la tarea de orientar El Noroeste en un sentido marcadamente republicano, jugando un papel importante en la caída de la monarquía, tras la autoinmolación del tribuno gijonés en el Teatro de la Comedia madrileño, en su famoso discurso del 27 de abril de 1930. En tal discurso, recordemos, la crítica al rey no se había identificado con una apelación a la República. Melquíades Álvarez  -que desaprobaba las campañas de Oliveros-  había  abandonado, incluso, el accidentalismo y tomado los rumbos de la monarquía liberal democrática, precisamente en un momento de la historia española caracterizado por su antimonarquismo.
Pero la República advino  -son palabras del propio Oliveros- “como regalada por Dios a los españoles en bandeja. Se dijo que la habían votado en las urnas hasta los curas. Y fue verdad que mucha parte del clero le concedió sus votos”. Efectivamente, no fue una amplia movilización política la que derribó a la monarquía en 1931.
Al llegar el nuevo régimen,  Oliveros, al igual que José Manuel Pedregal, se resistió a la derechización del Partido Republicano Liberal Demócrata  -rápida transubstanciación del antes llamado Partido Republicano Reformista-  y el propio tribuno  -de forma desleal y persuadido malévolamente por los jefes melquiadistas de Oviedo-  lo vetó como candidato a las elecciones generales de 1933, rompiendo entonces Oliveros  -que era partidario de un posicionamiento claramente republicano-  con Melquíades Álvarez y dimitiendo como director del rotativo oficioso del melquiadismo, diario en el que había colaborado desde 1910 y al que había entregado la vida entera…  y buena parte de sus ahorros. Oliveros, que siempre se había comportado como un hombre coherente, en esta ocasión también lo fue. Aquel mismo día de su renuncia voluntaria, tomó el tren para Madrid. Provisionalmente fue sustituido en el cargo por José Valdés Prida.
En la capital española fijó su residencia. Alfonso Camín Meana le ofreció, en aquel momento, las páginas de su peculiar revista Norte, y comenzó a escribir el citado libro Asturias en el resurgimiento español, tarea que apuró al máximo, pues aún en el verano de 1935 había corregido y añadido unas galeradas al texto primitivo. Entre éstas, un epílogo dedicado a los sucesos revolucionarios de 1934, golpe de muerte “contra los resultados electorales de 1933”, que condena sin paliativos.  Después de muchos años de lucha por el triunfo de la República, le contrariaba  el comportamiento de las formaciones y la verdadera talla de los políticos -incapaces y demagogos  de uno y otro matiz-  que sostenían el nuevo régimen. De la euforia había pasado al desengaño debido al rumbo que tomaban los acontecimientos.
La agónica República de abril  -en la que se combinaban deseos de reforma con esperanzas revolucionarias por hacerse con el poder-  pronto la habrían de enterrar entre todos. La insurrección de octubre había envenenado a España y poco a poco se iba rechazando la democracia liberal, mientras el autoritarismo se abría paso. Se excluía definitivamente a los moderados. El periodismo sin freno de responsabilidad, que se desató en toda España, contribuiría a tan funesto resultado.
El movimiento insurgente de julio de 1936 le sorprendió de vacaciones en Gijón y, ante el mal cariz que tomaban los acontecimientos, hubo de refugiarse tres meses en casa de un matrimonio americano, en la calle Covadonga. A oídos de los dirigentes del Frente Popular llegó la noticia de que se encontraba oculto en Gijón, y el propio Oliveros supo que su vida corría peligro. Belarmino Tomás no olvidaba los desencuentros del ayer y el riojano Tomás Amutio Castrillo, líder de los socialistas gijoneses, puso todo su empeño en capturarlo. Tarea que resultó infructuosa. Mientras, El Noroeste, su periódico, había sido incautado por el denominado Control de Prensa e Imprenta adscrito al Sindicato de Artes Gráficas, de orientación cenetista y al servicio del Comité de Guerra de Gijón. Ahora lo dirigía Acracio Bartolomé Díaz.

Fue gracias a los servicios clandestinos de Eleuterio Quintanilla, de un maestro azañista de Ribadesella  -Manuel Fernández-Acevedo Cadierno-, y de Jesús González Malo, líder anarquista de los trabajadores portuarios de Santander,  como consiguió escapar por mar a la localidad francesa de Bayona e instalarse luego, a principios de 1937, en París, la gran ciudad de acogida del exilio español contemporáneo. Conoció entonces, por boca de Luis de Zulueta Escolano, que estaba de paso, los pormenores del asesinato de su jefe político en la Cárcel Modelo de Madrid en la noche del 21 al 22 de agosto de 1936.

En la capital francesa Oliveros mantuvo relación con otros españoles allí refugiados, todos ellos ilustres: Teófilo Hernando, Niceto Alcalá-Zamora, Sebastián Miranda, Saturnino Zuazo, Ramón Pérez de Ayala,  y Gregorio Marañón, quien fue su médico de cabecera cuando estuvo enfermo.

Mientras todo se iba tiñendo de desesperanza, pues  -en palabras de Manuel Chaves Nogales-  poco importaba si el futuro dictador de España iba a salir de un lado u otro de las trincheras, colaboró en la corresponsalía del diario La Nación de Buenos Aires, instalada en el centro neurálgico de la capital francesa, a cuyo frente estaba Fernando Ortiz Echagüe y en la que figuraba su amigo Enrique Méndez Calzada, oriundos sus padres de Navia.

 Durante su estancia en París, Oliveros apenas tuvo contactos con la sociedad que le había acogido, aunque sí se interesó por la política francesa hacia España.

Acabada la contienda, las autoridades consulares franquistas en París no le concedieron pasaporte para expatriarse a Cuba o Argentina, como era su primer deseo. Desesperado, le pidió por carta a José Ceano-Vivas Sabau  -entonces gobernador civil de Asturias-  autorización para regresar a España y fijar su residencia en nuestra región. Tras arduos trámites y la intercesión de Marañón, y probablemente del marqués de Aledo (Ignacio Herrero Collantes), optó por estar cerca de sus allegados familiares. En junio de 1939 se estableció en Madrid, aunque el régimen de Franco le prohibió el libre ejercicio de la profesión periodística, con lo que tuvo que ingeniárselas  -en un ambiente político adverso-  para salir adelante, a pesar de que contaba con cierto capital y bienes inmuebles. Su vuelta no fue sencilla, pues tuvo que asumir las renuncias y humillaciones que para un hombre liberal comportaba vivir en la España de entonces.

Nada más regresar a Madrid, una de las primeras tareas en las que se ocupó fue en interesarse por la suerte de la vivienda-estudio de Sebastián Miranda Pérez-Herce y su obra de talla El retablo del mar, perdido irremediablemente. En el archivo familiar del escultor se conservan tres cartas de Oliveros de 1939-1940 -abiertas y censuradas por el franquismo-, en las que incita a Miranda a volver a su patria. Quemando las naves de su ideología,  pinta una España de color de rosa; párrafos que seguramente le causaron rubor en el mismo instante de escribirlos. Sin duda, se autocensuraba y mordía la lengua, porque prevalecía en su ánimo el consuelo hacia el escultor ovetense, quien  había perdido en el exilio a la  suegra y a la mujer, Lucila de la Torre, de quien estaba  profundamente enamorado. Sebastián Miranda permanecía abatido y rendido al pesimismo. Añoraba Madrid y Oliveros intentaba darle ánimos desde la distancia.

Oliveros era un superviviente muchos años antes de su muerte; se hallaba fuera de sitio en una época de tragedias. Como en 1895, su vida volvió a quedar marcada por la barbarie, por una guerra mucho más cruenta y sin héroes; en todo caso, héroes de mentira. Guerra cuyo final coincide prácticamente con el inicio del conflicto más sangriento de la Historia universal: la Segunda Guerra Mundial. Los vientos totalitarios que soplan entonces desde Europa  -fascismo y comunismo-  le persuaden definitivamente de que se asiste al final de un mundo. Sin duda, sus mejores momentos profesionales y su discurso regeneracionista  -mixtura de modernidad y nacionalismo-   pertenecían ya al viejo tiempo.

Durante esa época de “exilio interior” colaboró estrechamente con el magistrado asturiano del Tribunal Supremo Adolfo García González, tardío publicista y peculiar intérprete de las singulares teorías económicas de Henry George, magistrado que mantenía semanalmente una tertulia cerrada en su casa, a la que acudía también Oliveros.


Oliveros -a la derecha- paseando por el Muro de San Lorenzo (Gijón)
fechas antes de presentar la dimisión como director de El Noroeste
 [Archivo Jesús Mella]


En ese tiempo, Antonio L. Oliveros ultimó una biografía de su antiguo jefe político. Un retrato íntimo, a modo de descargo sin rencor,  que tenía listo en el otoño de 1945 y que apareció en La Habana (Cuba) dos años después con el título: Un tribuno español. Melquíades Álvarez, obra reeditada en Gijón en 1999. Además, escribió una pieza teatral titulada El hijo de aquél (1946) y un guión cinematográfico (Alma de Asturias: Americanos), que permanecen inéditos.

En 1953 fechará su escrito La guerra civil en Asturias (Memorias de un espectador), relato alternativo a las versiones oficiales, donde confluyen una historia, que es la suya  -llena de vivencias conmovedoras-,  y los propios hechos bélicos, matizados por la distancia. Indudablemente, fue consciente que su deber como periodista era dejar testimonio de la tragedia. Se nos muestra como un escritor de extraordinaria capacidad para interpretar los acontecimientos: lúcido y clarividente al analizar las causas que llevaron a la derrota a los republicanos, aunque reconoce que en su momento había minimizado la deriva fascista del nuevo régimen, al entender que el general Francisco Franco tendría un papel transitorio como el que había desempeñado Miguel Primo de Rivera veinte años antes. Sus fuentes orales son de extraordinario valor: el capitán Epifanio Loperena, ex ayudante de Antonio Aranda; Benigno Arango, abogado, periodista y secretario del Gobierno Civil al estallar la revuelta militar; el comisario Arcadio Cano, adscrito a dicho Gobierno Civil; el mismísimo dirigente socialista Teodomiro Menéndez; y otros más.

Unas memorias sobre la guerra, inéditas hasta la fecha, que han visto retrasada su publicación por imponderables de la propia investigación, pero que seguro verán la luz en edición ampliamente anotada.

Ya mayor, Oliveros regresó discretamente a Gijón  -veinte años más tarde de su última estancia en la villa-  al confiarle la condesa del Real Agrado  -viuda del financiero y hombre de negocios Amadeo Álvarez-Buylla y  García-Barrosa- la dirección y gerencia de la prestigiosa firma Industrial Zarracina S. A., responsabilidad que ejerció desde septiembre de 1955 hasta abril de 1964. La situación financiera de la empresa era desastrosa por su mala administración, no así la marcha industrial, que cada día era mejor. Y aunque no había tenido nunca experiencia en la dirección de industrias, evitó su derrumbamiento. Tuvo, eso sí, que sortear muchas dificultades, corregir vicios y fiscalizar la labor de algunos directivos.

Durante esos años llevó una existencia austera, desarraigada de la vida pública; años que el “gijonismo tabú” intentó que no fueran cómodos. Aquel gijonismo que recreara Faustino González-Aller en un esperpéntico fresco: El onceno mandamiento (1983), novela que evoca un Gijón en vísperas de julio de 1936 y donde Oliveros  -salvados algunos detalles-  está disimulado en el personaje de Julio Atienza, a quien se considera un extraño al frente de un periódico que no defendía los “intereses materiales” de la burguesía local, tal como lo hacía  -en competencia-  El Comercio, diario fundado en 1878.

Oliveros era considerado todavía una figura indigna por mentes hipotecadas por viejas rencillas ideológicas, que no le aceptaban ni le perdonaban su pasado de honradez e independencia  -contra todo tipo de imposiciones-  al frente de El Noroeste, en cuyas instalaciones se editaba ahora, curiosamente, el rotativo falangista Voluntad. Tan claro había hablado Oliveros en su día, que se hizo el silencio sobre su persona.
 

No obstante, en aquel tiempo de olvido y cinismo, viajó por la región y escribió  -bajo pseudónimos diferentes y siempre con un estilo punzante-  multitud de artículos y reseñas en revistas de la colonia española en América: principalmente en el Progreso de Asturias (La Habana) y en la revista Norte, que ahora editaba Alfonso Camín en México. En ocasiones, sus textos son alegatos contra los nuevos vientos políticos que corren en España, ejerciendo una crítica mordaz, desde la amargura a veces, pero siempre muy meditada. Bajo el franquismo, el suyo fue un periodismo clandestino.

En una carta fechada en Gijón en marzo de 1960, dirigida a su hijo Luis con motivo de su cumpleaños, escribe: “Los que en el primer tercio de este siglo nos hemos batido por un mundo mejor, asistimos hoy  -los que vivimos-  a una realización parcial, material, de nuestros esfuerzos. En lo económico, en lo social, vemos los logros que propugnamos. En lo espiritual, nos sentimos plenamente defraudados. No es esta la España que soñábamos. Hemos retrocedido un siglo”, y termina: “… pido para ti y para los tuyos en este 39º cumpleaños que alcances vivir muchos en un mundo de paz, de libertad, de fraternidad y justicia, en que todo eso haya podido ser, porque los responsables de las naciones hayan renunciado definitivamente a la guerra para construir la nueva Humanidad que mi generación quiso cimentar”.

Oliveros fue un grafómano insomne y, aunque nunca  huyó de la realidad y del acontecer diario, en sus escritos  -dadas las circunstancias y el paso de los años- se va escondiendo poco a poco en los recuerdos, en su trayectoria épica. Una especie de escape a otro tiempo, que no implica  -insistimos-  un retraimiento hacia los problemas del presente. En 1964 concluyó las postreras páginas de otras memorias, memorias de carácter eminentemente autobiográfico, que así mismo permanecen inéditas y en las cuales se refleja lo más noble de un hombre hecho en Cuba y la pasión inmutable por los ideales democráticos y sus inigualables virtudes.

Tras fallecer la condesa del Real Agrado y venderse Industrial Zarracina S. A. a la firma popularmente conocida como El Gaitero (Villaviciosa), regresó definitivamente a Madrid, donde pagó su tributo a la tierra el 28 de abril de 1967, a los ochenta y ocho años de edad. Una sorprendente esquela impresa un día más tarde en el diario ABC, redactada previamente por él mismo, fue la última declaración de principios: reafirmaba su total independencia y reivindicaba su pasado profesional. Un hombre de la tercera España que se sintió divorciada del giro que tomaron los acontecimientos tras la revuelta militar del 36.

Bajo el signo de la cruz, y después de su nombre, aparecía el siguiente texto: “Periodista y escritor, colaborador, co-director y director de “El Noroeste”, de Gijón, de 1910 a 1934, y por privación del ejercicio de su profesión y de su legítima jubilación, director-gerente de Industrial Zarracina S. A. de Gijón, de 1955 a 1964. / Veterano de la guerra de Cuba, colaborador del “Diario de la Marina” y de “El diario Español” de La Habana,  iniciador en Cuba de la erección de la estatua a Campoamor en Navia, miembro de la Junta permanente del Ferrocarril de Gijón a El Ferrol, ex presidente de honor de la Asociación de Ciegos de Gijón “Santa Lucía”, vocal de honor de la Sociedad Amigos de Puerto de Vega, ex vocal del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Gijón, autor de varias obras históricas originales, luchador infatigable por la redención moral y económica de las clases trabajadoras, por el fomento de la riqueza social de Asturias y por una España mejor”.




Fue tal la conjura de silencio que, cuando el director de El Comercio  -Francisco Carantoña Dubert-  dio en escueta notica la muerte de Oliveros, se le echaron encima las “fuerzas vivas” de Gijón y el gobernador civil de la provincia: José Manuel Mateu de Ros.

Oliveros se casó dos veces: en 1951 con la allerana Luz González Trapiello, viuda de Mauricio Fernández, minero paseado en Aller (Asturias) en 1937; y en 1963, con la abulense Paula Sánchez Hernández. Con la primera mujer tuvo un hijo  -al que ya nos hemos referido-  que llegó al empleo de capitán del arma de Aviación: Luis López-Oliveros Fernández-González, que siendo casi un niño participó en la Guerra Civil al lado de los sublevados, y que encontró la muerte, no en la guerra, sino en un accidente en Córdoba, al capotar la avioneta civil en la que volaba cuando realizaba trabajos de fotografía aérea. Era mayo de 1973.

En el año 2002 el Círculo Republicano Gijonés solicitó del Ayuntamiento una calle para el periodista de Puerto de Vega, en la que debía figurar una placa con la siguiente leyenda: “D. Antonio L. Oliveros, ciudadano ejemplar, defensor de las libertades”. El escrito, al día de hoy, sigue durmiendo el sueño de los justos en algún archivador del consistorio gijonés.

Si realmente se quiere recuperar la “memoria colectiva” de Gijón y de Asturias,  reflejando en el nombre de las calles   -por poner un ejemplo-  el espíritu abierto y plural de un pasado irrepetible, creemos que no debe faltar el de Antonio L. Oliveros  -el Hombrín, como se le conocía-,  tan íntimamente identificado con el pueblo llano, con el pueblo trabajador.

Cuando hoy la ficción parece suplir la verdad, estamos obligados más que nunca a la insumisión. Siempre hay un tiempo para volver, incluso a periodistas como Antonio L. Oliveros, porque, de alguna manera, retornar a sus escritos, a sus libros y a su vida, es regresar un poco a nosotros mismos, a lo que ha sido y es Asturias, al lugar exacto de nuestra conciencia y a nuestros recuerdos; porque Oliveros fue mucho más que el director de El Noroeste. Se había hecho periodista para vivir la historia y poder contárnosla.

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Gijón,  1920-1937    La memoria animada  

Producción del Ayuntamiento de Gijón, coordinada por Manuel del Castillo Rodríguez
y realizada a partir de películas de la época grabadas en sistema Pathé Baby.
El estreno tuvo lugar el día 5 de mayo de 1999 en el Teatro Jovellanos de Gijón.